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Yawar Fiesta cap 2 y 3, Resúmenes de Literatura

Capítulo 2 y 3 de la obra Yawar Fiesta. Escrito por José María Arguedas.

Tipo: Resúmenes

2019/2020

Subido el 30/09/2021

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II.EL DESPOJO
En otros tiempos, todos los cerros y todas las pampas de la puna fueron de los comuneros. Entonces no había mucho ganado en
Lucanas; los mistis no ambicionaban tanto los echaderos [13] . La puna grande era para todos. No había potreros con cercos de
piedra, ni de alambre. La puna grande no tenía dueño. Los indios vivían libremente en cualquier parte: en las cuevas de los
rocales, en las chozas que hacían en las hondonadas, al pie de los cerros, cerca de los manantiales. Los mistis subían a la puna de
vez en vez, a cazar vicuñas, o a comprar carne en las estancias de los indios. De vez en vez, también se llevaban, de puro
hombres, diez, quince ovejas, cuatro o cinco vacas chuscas; pero llegaban a la puna como las granizadas locas, un ratito, hacían
su daño, y se iban. De verdad la puna era de los indios; la puna, con sus animales, con sus pastos, con sus vientos fríos y sus
aguaceros. Los mistis le tenían miedo a la puna, y dejaban vivir allí a los indios.
—Para esos salvajes está bien la puna —decían. Cada ayllu de Puquio tenía sus echaderos. Ésa era la única división que había en
las punas: un riachuelo, la ceja de una montaña, señalaba las pertenencias de cada ayllu; y nunca hubo pleitos entre los barrios
por causa de las tierras. Pero los pichk’achuris fueron siempre los verdaderos punarunas [14] , punacumunkuna; ellos tienen
hasta pueblitos en las alturas: K’oñek, Puñuy, Tak’ra, veinte o treinta chozas en lo hondo de una quebrada, tras un cerro, junto a
los montes negruzcos de los k’eñwales. En la puna alta, bajo el cielo nublado, en el silencio grande; ya sea cuando el aguacero
empieza y los truenos y las nubes negras asustan y hacen temblar el corazón; ya sea cuando en el cielo alto y limpio vuelan
cantando las k’ellwas y los ojos del viajero miran la lejanía, pensativos ante lo grande del silencio; en cualquier tiempo, esas
chukllas [15] con su humo azul, con el ladrido de sus chaschas [16] , con el canto de sus gallos, son un consuelo para los que
andan de paso en la puna brava. En esos pueblos mandan los varayok’s; allí no hay teniente, no hay gobernador, no hay juez, el
varayok’ es suficiente como autoridad. En esos pueblos no hay alborotos. Sólo cuando los mistis subían a las punas en busca de
carne, y juntaban a las ovejas a golpe de zurriago y bala, para escoger a los mejores padrillos; entonces no más había alboroto.
Porque a veces los punarunas se molestaban y se reunían, llamándose de casa en casa, de estancia a estancia, con silbidos y
wakawak’ras; se juntaban rabiando, rodeaban a los principales y a los chalos abusivos; entonces, corrían los mistis, o eran
apedreados ahí mismo, junto a la tropa de ovejas. Después venía el escarmiento; cachacos uniformados en la puna, matando a
indios viejos, a mujeres y mak’tillos [17] ; y el saqueo. Un tiempo quedaban en silencio las estancias y los pueblitos. Pero
enseguida volvían los punarunas a sus hondonadas; prendían fuego en el interior de las chukllas y el humo azul revoloteaba
sobre los techos: ladraban los perros, al anochecer, en las puertas de las casas; y por las mañanitas, las ovejas balaban, alegres,
levantando sus hocicos al cielo, bajo el sol que reverberaba sobre los nevados. Años después, los indios viejos hacían temblar a
los niños contando la historia del escarmiento. Los pichk’achuris fueron siempre verdaderos punarunas. Los otros ayllus también
tenían estancias y comuneros en la puna, pero lo más de su gente vivía en el pueblo; tenían buenas tierras de sembrío junto a
Puquio, y no querían las punas, casi les temían, como los mistis. Pichk’achuri era, y ahora sigue siendo, ayllu compartido entre
puquianos y punarunas. Casi de repente solicitaron ganado en cantidad de la costa, especialmente de Lima; entonces los mistis
empezaron a quitar a los indios sus chacras de trigo para sembrar alfalfa. Pero no fue suficiente; de la costa pedían más y más
ganado. Los mistis que llevaban reses a la costa regresaban platudos. Y casi se desesperaron los principales; se quitaban a los
indios para arrancarles sus terrenos; e hicieron sudar otra vez a los jueces, a los notarios, a los escribanos… Entre ellos también
se trompearon y abalearon muchas veces. ¡Fuera trigo! ¡Fuera cebada! ¡Fuera maíz! ¡Alfalfa! ¡Alfalfa! ¡Fuera indios! Como locos
corretearon por los pueblos lejanos y vecinos a Puquio, comprando, engañando, robando a veces toros, torillos y becerros. ¡Eso
era, pues, plata! ¡Billetes nuevecitos! Y andaban desesperados, del juzgado al coso, a las escribanías, a los potreros. Y por las
noches, zurriago en mano, con revólver a la cintura y cinco o seis mayordomos por detrás. Entonces se acordaron de las punas:
¡Pasto! ¡Ganado! Indios brutos, ennegrecidos por el frío. ¡Allá vamos! Y entre todos corrieron, ganándose, ganándose a la puna.
Empezaron a barrer para siempre las chukllas, los pueblitos; empezaron a levantar cercos de espinos y de piedras en la puna
libre. Año tras año, los principales fueron sacando papeles, documentos de toda clase, diciendo que eran dueños de este
manantial, de ese echadero, de las pampas más buenas de pasto y más próximas al pueblo. De repente aparecían en la puna,
por cualquier camino, en gran cabalgata. Llegaban con arpa, violín y clarinete, entre mujeres y hombres, cantando, tomando
vino. Rápidamente mandaban hacer con sus lacayos y concertados una chuklla grande, o se metían en alguna cueva, botando al
indio que vivía allí para cuidar su ganado. Con los mistis venían el juez de Primera Instancia, el subprefecto, el capitán jefe
provincial y algunos gendarmes. En la chuklla o en la cueva, entre hombres y mujeres, se emborrachaban; bailaban gritando, y
golpeando el suelo con furia. Hacían fiesta en la puna.
Los indios de los echaderos se avisaban, corriendo de estancia en estancia, se reunían asustados; sabían que nunca llegaban
para bien los mistis a la puna. E iban los comuneros de la puna a saludar al «ductur» juez, al taita cura, al «gobiernos» de la
provincia y a los werak’ochas vecinos principales de Puquio. Aprovechando la presencia de los indios, el juez ordenaba la
ceremonia de la posesión: el juez entraba al pajonal seguido de los vecinos y autoridades. Sobre el ischu [18] , ante el silencio de
indios y mistis, leía un papel. Cuando el juez terminaba de leer, uno de los mistis, el nuevo dueño, echaba tierra al aire, botaba
algunas piedras a cualquier parte, se revolcaba sobre el ischu. Enseguida gritaban hombres y mujeres, tiraban piedras y reían.
Los comuneros miraban todo eso desde lejos. Cuando terminaba la bulla, el juez llamaba a los indios y les decía en quechua: —
Punacumunkuna: señor Santos es dueño de estos pastos; todo, todo, quebradas, laderas, puquiales, es de él. Si entran animales
de otro aquí, de indio o vecino, es «daño». Si quiere, señor Santos dará en arriendo, o si no traerá aquí su ganado. Conque…
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II.EL DESPOJO

En otros tiempos, todos los cerros y todas las pampas de la puna fueron de los comuneros. Entonces no había mucho ganado en Lucanas; los mistis no ambicionaban tanto los echaderos [13]. La puna grande era para todos. No había potreros con cercos de piedra, ni de alambre. La puna grande no tenía dueño. Los indios vivían libremente en cualquier parte: en las cuevas de los rocales, en las chozas que hacían en las hondonadas, al pie de los cerros, cerca de los manantiales. Los mistis subían a la puna de vez en vez, a cazar vicuñas, o a comprar carne en las estancias de los indios. De vez en vez, también se llevaban, de puro hombres, diez, quince ovejas, cuatro o cinco vacas chuscas; pero llegaban a la puna como las granizadas locas, un ratito, hacían su daño, y se iban. De verdad la puna era de los indios; la puna, con sus animales, con sus pastos, con sus vientos fríos y sus aguaceros. Los mistis le tenían miedo a la puna, y dejaban vivir allí a los indios. —Para esos salvajes está bien la puna —decían. Cada ayllu de Puquio tenía sus echaderos. Ésa era la única división que había en las punas: un riachuelo, la ceja de una montaña, señalaba las pertenencias de cada ayllu; y nunca hubo pleitos entre los barrios por causa de las tierras. Pero los pichk’achuris fueron siempre los verdaderos punarunas [14] , punacumunkuna; ellos tienen hasta pueblitos en las alturas: K’oñek, Puñuy, Tak’ra, veinte o treinta chozas en lo hondo de una quebrada, tras un cerro, junto a los montes negruzcos de los k’eñwales. En la puna alta, bajo el cielo nublado, en el silencio grande; ya sea cuando el aguacero empieza y los truenos y las nubes negras asustan y hacen temblar el corazón; ya sea cuando en el cielo alto y limpio vuelan cantando las k’ellwas y los ojos del viajero miran la lejanía, pensativos ante lo grande del silencio; en cualquier tiempo, esas chukllas [15] con su humo azul, con el ladrido de sus chaschas [16] , con el canto de sus gallos, son un consuelo para los que andan de paso en la puna brava. En esos pueblos mandan los varayok’s; allí no hay teniente, no hay gobernador, no hay juez, el varayok’ es suficiente como autoridad. En esos pueblos no hay alborotos. Sólo cuando los mistis subían a las punas en busca de carne, y juntaban a las ovejas a golpe de zurriago y bala, para escoger a los mejores padrillos; entonces no más había alboroto. Porque a veces los punarunas se molestaban y se reunían, llamándose de casa en casa, de estancia a estancia, con silbidos y wakawak’ras; se juntaban rabiando, rodeaban a los principales y a los chalos abusivos; entonces, corrían los mistis, o eran apedreados ahí mismo, junto a la tropa de ovejas. Después venía el escarmiento; cachacos uniformados en la puna, matando a indios viejos, a mujeres y mak’tillos [17] ; y el saqueo. Un tiempo quedaban en silencio las estancias y los pueblitos. Pero enseguida volvían los punarunas a sus hondonadas; prendían fuego en el interior de las chukllas y el humo azul revoloteaba sobre los techos: ladraban los perros, al anochecer, en las puertas de las casas; y por las mañanitas, las ovejas balaban, alegres, levantando sus hocicos al cielo, bajo el sol que reverberaba sobre los nevados. Años después, los indios viejos hacían temblar a los niños contando la historia del escarmiento. Los pichk’achuris fueron siempre verdaderos punarunas. Los otros ayllus también tenían estancias y comuneros en la puna, pero lo más de su gente vivía en el pueblo; tenían buenas tierras de sembrío junto a Puquio, y no querían las punas, casi les temían, como los mistis. Pichk’achuri era, y ahora sigue siendo, ayllu compartido entre puquianos y punarunas. Casi de repente solicitaron ganado en cantidad de la costa, especialmente de Lima; entonces los mistis empezaron a quitar a los indios sus chacras de trigo para sembrar alfalfa. Pero no fue suficiente; de la costa pedían más y más ganado. Los mistis que llevaban reses a la costa regresaban platudos. Y casi se desesperaron los principales; se quitaban a los indios para arrancarles sus terrenos; e hicieron sudar otra vez a los jueces, a los notarios, a los escribanos… Entre ellos también se trompearon y abalearon muchas veces. ¡Fuera trigo! ¡Fuera cebada! ¡Fuera maíz! ¡Alfalfa! ¡Alfalfa! ¡Fuera indios! Como locos corretearon por los pueblos lejanos y vecinos a Puquio, comprando, engañando, robando a veces toros, torillos y becerros. ¡Eso era, pues, plata! ¡Billetes nuevecitos! Y andaban desesperados, del juzgado al coso, a las escribanías, a los potreros. Y por las noches, zurriago en mano, con revólver a la cintura y cinco o seis mayordomos por detrás. Entonces se acordaron de las punas: ¡Pasto! ¡Ganado! Indios brutos, ennegrecidos por el frío. ¡Allá vamos! Y entre todos corrieron, ganándose, ganándose a la puna. Empezaron a barrer para siempre las chukllas, los pueblitos; empezaron a levantar cercos de espinos y de piedras en la puna libre. Año tras año, los principales fueron sacando papeles, documentos de toda clase, diciendo que eran dueños de este manantial, de ese echadero, de las pampas más buenas de pasto y más próximas al pueblo. De repente aparecían en la puna, por cualquier camino, en gran cabalgata. Llegaban con arpa, violín y clarinete, entre mujeres y hombres, cantando, tomando vino. Rápidamente mandaban hacer con sus lacayos y concertados una chuklla grande, o se metían en alguna cueva, botando al indio que vivía allí para cuidar su ganado. Con los mistis venían el juez de Primera Instancia, el subprefecto, el capitán jefe provincial y algunos gendarmes. En la chuklla o en la cueva, entre hombres y mujeres, se emborrachaban; bailaban gritando, y golpeando el suelo con furia. Hacían fiesta en la puna. Los indios de los echaderos se avisaban, corriendo de estancia en estancia, se reunían asustados; sabían que nunca llegaban para bien los mistis a la puna. E iban los comuneros de la puna a saludar al «ductur» juez, al taita cura, al «gobiernos» de la provincia y a los werak’ochas vecinos principales de Puquio. Aprovechando la presencia de los indios, el juez ordenaba la ceremonia de la posesión: el juez entraba al pajonal seguido de los vecinos y autoridades. Sobre el ischu [18] , ante el silencio de indios y mistis, leía un papel. Cuando el juez terminaba de leer, uno de los mistis, el nuevo dueño, echaba tierra al aire, botaba algunas piedras a cualquier parte, se revolcaba sobre el ischu. Enseguida gritaban hombres y mujeres, tiraban piedras y reían. Los comuneros miraban todo eso desde lejos. Cuando terminaba la bulla, el juez llamaba a los indios y les decía en quechua: — Punacumunkuna: señor Santos es dueño de estos pastos; todo, todo, quebradas, laderas, puquiales, es de él. Si entran animales de otro aquí, de indio o vecino, es «daño». Si quiere, señor Santos dará en arriendo, o si no traerá aquí su ganado. Conque…

¡indios! Werak’ocha [19] Santos es dueño de estos pastos. Los indios miraban al juez con miedo. «Pastos es ya de don Santos ¡indios!». Ahí está pues papel, ahí está pues werak’ocha juez, ahí está gendarmes, ahí está niñas; principales con su arpista, con su clarinetero, con sus botellas de «sirwuisa». ¡Ahí está pues taita cura! «Don Santos es dueño». Si hay animales de indios en estos pastos, es «daño» y… al coso, al corral de don Santos, a morir de sed, o a aumentar la punta de ganado que llevará don Santos, año tras año, a «extranguero». El cura se ponía en los brazos una faja ancha de seda, como para bautizos, miraba lejos, en todas direcciones, y después, rezaba un rato. Enseguida, como el juez, se dirigía a los indios: —Cumunkuna: con la ley ha probado don Santos que estos echaderos son de su pertenencia. Ahora don Santos va a ser respeto; va a ser patrón de indios que viven en estas tierras. Dios del cielo también respeta ley; ley es para todos, igual. Cumunkuna ¡a ver!, besen la mano de don Santos. Y los comuneros iban, con el lok’o en la mano, y besaban uno a uno la mano del nuevo dueño. Por respeto al taita cura, por respeto al Taitacha Dios. «Con ley ha probado don Santos que es dueño de los echaderos». «Taitacha del cielo también respeta ley». ¿Y ahora dónde? ¡Dónde pues! La cabalgata se perdía, de regreso, en el abra próxima, tras del pasto amarillo que silbaba con el viento; se perdía entre cohetazos y griterío. Y punacumunkuna parecían extraviados; parecían de repente huérfanos. —¡Taitallay taita! ¡Mamallay mama! Las indias lloraban agarrándose de las piernas de sus maridos. Ya sabían que poco después de esa cabalgata llegarían tres o cuatro montados a reunir «daños» en esos echaderos. A bala y zurriago, hasta el coso del pueblo. ¿Acaso? No había ya reclamo. El «gobiernos» de la provincia era amigo de los principales y resondraba en su despacho a todos los indios que iban a rescatar su ganado. A veces, más bien, como ladrón, el indio reclamante pujaría de dolor en el cepo o en la barra. En el despacho del subprefecto, el misti es principal, con el pecho salido, con la voz mandona; es dueño. —Señor subprefecto; ese indio es ladrón —dice no más. Y cuando el principal levanta el dedo y señala al indio, «ladrón» diciendo, ladrón es, ladrón redomado, cuatrero conocido. Y para el cuatrero indio está la barra de la cárcel; para el indio ladrón que viene a rescatar sus «daños» es el cepo. Y mientras, el punacomunero sufre en la cárcel; mientras, canta entre lágrimas: rikukuni mana piynillayok’, puna wayta hiña llaki llantullayok’. Tek’o pinkulluypas chakañas rikukun nunaypa kirinta k’apark’achask’ampi. Imatak kausayniy, maytatak’ripusak’ maytak’tayta mamay ¡lliusi tukukapun! Qué solo me veo, sin nadie ni nadie como flor de la puna no tengo sino mi sombra triste. Mi pinkullo, con nervios apretado, ahora está ronco, la herida de mi alma, de tanto haber llorado. ¡Qué es pues esta vida! ¿Dónde voy a ir? Sin padre, sin madre, ¡todo se ha acabado! Mientras el «cuatrero» canta en la cárcel, don Pedro, don Jesús, don Federico, o cualquier otro, aseguran su sentencia, de acuerdo con el tinterillo defensor de cholos; y arrean en la punta las vacas de los punarunas hasta el «extranguero», o las invernan en los alfalfares de los k’ollanas para negociarlas después. Los punarunas sabían esto muy bien. Año tras año, los principales iban empujando a los comuneros pastores de K’ayau, Chaupi y K’ollana, más arriba, más arriba, junto al K’arwarasu, a las cumbres y a las pampas altas, donde la paja es dura y chiquita, pegada a la tierra como garrapata. Por eso, cuando la cabalgata de los mistis se perdía tras la lomada que oculta la cueva o la chuklla, las indias se abrazaban a las piernas de sus maridos, y lloraban a gritos; los hombres hablaban: —¡Taitallaya! ¡Judidus! ¡Judidus! La tropa de indios, punarunakuna, buscaría inmediatamente otra cueva, o haría otra choza, más arriba, junto al nevado allí donde el pasto es duro y chiquito; allí llevarían su ganado. Entonces empezaba la pelea: las llamas, las vacas, los caballos lanudos, los carneros, escaparían siempre buscando su querencia de antes, buscando el pasto grande y blando. Pero allí abajo estarían los concertados de don Santos, de don Federico… los empleados del principal, chalos, mestizos hambrientos. Uno por uno, el ganado de los indios iría cayendo de «daño», para aumentar la punta de reses del patrón. Así fueron acabándose, poco a poco, los pastores de los echaderos de Chaupi y K’ollana. Los comuneros, que ya no tenían animales, ni chuklla, ni cueva, bajaron al pueblo. Llegaron a su ayllu como forasteros, cargando sus ollas, sus pellejos y sus mak’tillos. Ellos eran, pues, punarunas, pastores; iban al pueblo sólo para pasar las grandes fiestas. Entonces solían llegar al ayllu con ropa nueva, con las caras alegres, con «harto plata» para el «trago», para los bizcochos, para comprar géneros de colores en el jirón Bolívar. Entraban a su ayllu con orgullo, y eran festejados. Pero cuando llegaron empobrecidos, corriendo de los mistis, vinieron con la barriga al aire negros de frío y de hambre. Le decían a cualquiera: —¡Aquí estamos, papacito! ¡Aquí, pues, hermanito! El varayok’, alcalde del ayllu, los recibía en su casa. Después llamaban a la faena [20] , y los comuneros del barrio levantaban una casa nueva en siete y ocho días para el punaruna. Y en Puquio había un jornalero más para las chacras de los principales, o para «engancharse» [21] e ir a Nazca o Acarí, a trabajar en la costa. Allá servían de alimento a los zancudos de la terciana. El hacendado los amarraba cinco o seis meses más fuera del contrato y los metía a los algodonales, temblando de fiebre. A la vuelta, «cansaban» para siempre en los arenales caldeados de sol, en las cuestas, en la puna; o si llegaban todavía al ayllu, andaban por las calles, amarillos y enclenques, dando pena a todos los comuneros; y sus hijos también eran como los tercianientos, sin alma. Pero muchos punarunas, trabajando bien, protegidos por el ayllu, entrando, primero, a servir de «lacayos» y «concertados» en las casas de los mistis, para juntar «poco plata», y consiguiendo después tierras de sembrío para trabajar al partir, lograban levantar cabeza. De punarunas se hacían comuneros del pueblo. Y ya en Puquio, en el ayllu, seguían odiando con más fuerza al principal que les había quitado sus tierras. En el ayllu

En la puna y en los cerros que rodean al pueblo tocaban ya wakawak’ras. Cuando se oía el turupukllay [24] en los caminos que van a los distritos y en las chacras de trigo, indios y vecinos hablaban de la corrida de ese año. —¡Carago! ¡Pichk’achuri va parar juirme! Siempre año tras año, Pichk’achuri ganando enjualma, dejando viuda en plaza grande —hablaban los comuneros. — K’ayau dice va traer Misitu de K’oñani pampa. Se han juramentado, dice, varayok’ alcaldes para Misitu. —¡Cojodices! [25] Con diablo es Misitu. Cuándo carago trayendo Misitu. Nu’hay k’ari (hombre) para Misitu de K’oñani. —Aunque moriendo cuántos también, K’ayau dice va soltar Misitu en 28 [26]. —¿Acaso Pichk’achuri sonso para creer? K’ayau son maulas. ¿Cuándo ganandu en turupukllay? Abuelos también no ha visto K’ayau dejando viuda en vintiuchu. ¡Cojodices! —Sigoro. Ahora también Pichk’achuri va a ser hombre en turupukllay. En los cuatro ayllus hablaban de la corrida. Pichk’achuri ganaba año tras año; los capeadores de Pichk’achuri regaban con sangre la plaza. ¿Dónde había hombres para los capeadores del ayllu grande? «Honrao» Rojas arañó su chaleco, su camisa, el año pasado no más. El callejón de don Nicolás lo peloteó en el aire. Mientras las niñas temblaban en los balcones y los comuneros y las mujeres del ayllu gritoneaban en las barreras, en los cercos y en los techos de las casas. «Honrao» Rojas se paró firme, de haber estado ya enterrado en el polvo, de haber sido pisoteado en la barriga; arañando, arañando en el suelo, «Honrao» Rojas se enderezó. En su chaleco y en su camisa rezumaba la sangre. —¡Turucha carago! —diciendo, se retaceó el chaleco y la camisa; mostró el costillar corneado. —¡Atatau yawarcha! —gritó. Como de una pila hizo brincar su sangre al suelo. —¡Yo Pichk’achuri runakuna, k’alakuna! [27] —dijo. Los cuatro ayllus ya lo sabían. No había cotejo para k’aris de Pichk’achuri. Pero ese año, dice, K’ayau quería ser «primero» en la plaza. Desde junio tocaban turupukllay en toda la puna y en los cerros que rodean al pueblo. Los wakawak’ras anunciaban ya la corrida. Los mak’tillos oían la música en la puna alta y sentían miedo, como si de los k’eñwales fuera a saltar el callejón o el barroso, que arañó, bramando, la plaza de Pichk’achuri, que hizo temblar las barreras, que sangró el pecho del «Honrao» Rojas. En la puna y en todos los caminos, con sol o con lluvia, al amanecer y anocheciendo, los wakawak’ras presentían el pukllay. En el descampado, el canto del turupukllay encoge el corazón, le vence, como si fuera de criatura; la voz del wakawak’ra suena gruesa y lenta, como voz de hombre, como voz de la puna alta y su viento frío silbando en las abras, sobre las lagunas. Las mujercitas de los cuatro ayllus y de todas las estancias lloriqueaban, oyendo las cornetas: —¡Yastá pues vintiuchu! —decían —. ¡Para Misitu es fiesta, dice van llevar a plaza grande; su rabia seguro va llenar tomando sangre de endio puquio! —¡Ay, taitallaya! Capricho dice ha tomado K’ayau para botar Misitu de K’oñani en vintiuchu. —¡Quién pues será mamitay! ¡Quién pues viuda será! ¡Quién pues en panteón llorando estará vintiuchu! Cantaban los wakawak’ras anunciando en todos los cerros el yawar fiesta. Indios de K’ollana, de Pichk’achuri, de Chaupi, de K’ayau, tocaban a la madrugada, al mediodía, y mientras bajando ya al camino, por la tarde. En la noche también, de los barrios subía al jirón Bolívar el cantar de los wakawak’ras. Entraban en competencia los corneteros de los cuatro barrios. Pero don Maywa, de Chaupi, era el mejor cornetero. La casa de don Maywa está junto a Makulirumi, en la plaza. Por las noches, temprano todavía, alcaldes del barrio y algunos comuneros vecinos entraban a la casa de don Maywa. Allí chakchaban coca, y a veces don Maywa sacaba su botella de cañazo para convidar. Un mechero alumbraba el cuarto desde una repisa de cuero de vaca. Entre copa y copa, don Maywa levantaba su wakawak’ra y tocaba el turupukllay. El cuarto se llenaba con la voz del wakawak’ra, retumbaban las paredes. Los comuneros miraban alto, el turupukllay les agarraba, oprimía el pecho; ninguna tonada era para morir como el turupukllay. De rato en rato los otros ayllus contestaban. De los cuatro ayllus, comenzando la noche, el turupukllay subía al jirón Bolívar. Desde la plaza de Chaupi, derecho, por el jirón Bolívar, subía con el viento el pukllay de don Maywa. En las tiendas, en el billar, en las casas de los principales, oían las niñas y los vecinos. —Por la noche, esa música parece de panteón —decían. —Sí, hombre, friega el ánimo. —¡Nada de eso! No es la música — explicaba algún señor ilustrado—. Es que asociamos esa tonada con las corridas en que los indios se hacen destrozar con el toro, al compás de esta musiquita. —Sí, hombre. Pero friega el ánimo. Debiera prohibirse que a la hora de comer nos molesten de esa manera. —¡Maricones! A mí me gusta esa tonada. En un solo cuerno, ¡qué bien tocan estos indios! —replicaba alguien. Las niñas y las señoras también se lamentaban. —¡Qué música tan penetrante! Es odioso oír esa tonada a esta hora. Se debiera pedir a la Guardia Civil que prohíba tocar esa tonada en las noches. —Sí. Y ya tenemos a la Guardia Civil desde hace años. —Esos indios se preparan el ánimo desde ahora. ¡Qué feo llora esa corneta! —Me hace recordar las corridas. —Ese cholo Maywa es el peor. Su música me cala hasta el alma. La voz de los wakawak’ras interrumpía la charla de los mistis bajo los faroles de las esquinas del jirón Bolívar; interrumpía la tranquilidad de la comida en la casa de los principales. Los muchachos de los barrios se reunían, cuando don Maywa tocaba. —¡Parece corrida ya! —gritaban. —¡Toro, toro! Y aprovechaban el pukllay de don Maywa para jugar a los toros. A veces la corneta de don Maywa se oía en el pueblo cuando el cura estaba en la iglesia, haciendo el rosario con las señoras y las niñas del pueblo, y con algunas indias de los barrios. El turupukllay vencía el ánimo de las devotas; el cura también se detenía un instante cuando llegaba la tonada. Se miraban las niñas y las señoras, como cuidándose, como si el callejón o el barroso fueran a bramar desde la puerta de la iglesia. —¡Música del diablo! —decía el vicario. Algunas noches, tarde ya, cuando el pueblo quedaba en silencio, desde algún cerro alto tocaban wakawak’ra. Entonces el pukllay sonaba en la quebrada, de canto a canto, de hondonada en hondonada; llegaba al pueblo, a ratos bien claro, a ratos medio apagado, según la fuerza del viento. —¿Oyes? —decían en las casas de los mistis—. Como llorar grueso es; como voz de gente. —¡Lleno de la quebrada ese turupukllay! ¿Por qué será? Me oprime el corazón —hablaban las niñas. —¡Qué música perra! ¡Revienta el alma! —decían los principales. En los ayllus, los indios oían, y también comentaban. —¡Cómo don Maywa todavía! Eso sí, ¡pukllay! —Comunero pichk’achuri será. Seguro toro bravo rabiará, oyendo. Con el viento, a esa hora, el turupukllay pasaba las cumbres, daba vuelta a las abras, llegaba a las estancias y a los pueblitos. En noche clara, o en la oscuridad, el turupukllay llegaba como desde lo alto.

TAREA: Lee el capítulo II y III y escribe un resumen de dos páginas para cada uno.