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Tipo: Apuntes
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Tiempo de lectura: 7 minutos A Delia le dolían las manos. Como vidrio molido, la espuma del jabón se enconaba en las grietas de su piel, ponía en los nervios un dolor áspero trizado de pronto por lancinantes aguijonazos. Delia hubiera llorado sin ocultación, abriéndose al dolor como a un abrazo necesario. No lloraba porque una secreta energía la rechazaba en la fácil caída del sollozo; el dolor del jabón no era razón suficiente, después de todo el tiempo que había vivido llorando por Sonny, llorando por la ausencia de Sonny. Hubiera sido degradarse, sin la única causa que para ella merecía el don de sus lágrimas. Y además estaba allí Babe, en su cuna de hierro y pago a plazos. Allí, como siempre, estaban Babe y la ausencia de Sonny. Babe en su cuna o gateando sobre la raída alfombra; y la ausencia de Sonny, presente en todas partes como son las ausencias. La batea, sacudida en el soporte por el ritmo del fregar, se agregaba a la percusión de un blues cantado por la misma muchacha de piel oscura que Delia admiraba en las revistas de radio. Prefería siempre las audiciones de la cantante de blues: a las siete y cuarto de la tarde —la radio, entre música y música, anunciaba la hora con un «hi, hi» de ratón asustado— y hasta las siete y media. Delia no pensaba nunca: «las diecinueve y treinta»; prefería la vieja nomenclatura familiar, tal como lo proclamaba el reloj de pared, de péndulo fatigado que Babe observaba ahora con un cómico balanceo de su cabecita insegura. A Delia le gustaba mirar de continuo el reloj o atender el «hi, hi» de la radio; aunque le entristeciera asociar al tiempo la ausencia de Sonny, la maldad de Sonny, su abandono, Babe, y el deseo de llorar, y cómo la señora Morris había dicho que la cuenta de la despensa debía ser pagada de inmediato, y qué lindas eran sus medias color avellana. Sin saber al comienzo por qué, Delia se descubrió a sí misma en el acto de mirar furtivamente una fotografía de Sonny, que colgaba al lado de la repisa del teléfono. Pensó: «Nadie me ha llamado hoy». Apenas si comprendía la razón de continuar pagando mensualmente el teléfono. Nadie llamaba a ese número desde que Sonny se fuera. Los amigos,
porque Sonny tenía muchos amigos, no ignoraban que él era ahora un extraño para Delia, para Babe, para el pequeño departamento donde las cosas se amontonaban en el reducido espacio de las dos habitaciones. Solamente Steve Sullivan llamaba a veces y hablaba con Delia; hablaba para decirle a Delia lo mucho que se alegraba de saberla con buena salud, y que no fuese a creer que lo ocurrido entre ella y Sonny sería motivo para que dejase nunca de llamar preguntando por su buena salud y los dientecitos de Babe. Solamente Steve Sullivan; y ese día el teléfono no había sonado ni una sola vez; ni siquiera a causa de un número equivocado. Eran las siete y veinte. Delia escuchó el «hi, hi» mezclado con avisos de pasta dentífrica y cigarrillos mentolados. Se enteró además de que el gabinete Daladier peligraba por instantes. Después volvió la cantante de blues y Babe, que mostraba propensión a llorar, hizo un gracioso gesto de alegría, como si en aquella voz morena y espesa hubiera alguna golosina que le gustara. Delia fue a volcar el agua jabonosa y se secó las manos, quejándose de dolor al frotar la toalla sobre la carne macerada. Pero no iba a llorar. Sólo por Sonny podía ella llorar. En voz alta, dirigiéndose a Babe que le sonreía desde su revuelta cuna, buscó palabras que justificaran un sollozo, un gesto de dolor. —Si él pudiera comprender el mal que nos hizo, Babe… Si tuviera alma, si fuese capaz de pensar por un segundo en lo que dejó atrás cuando cerró la puerta con un empujón de rabia… Dos años, Babe, dos años… y nada hemos sabido de él… Ni una carta, ni un giro… ni siquiera un giro para ti, para ropa y zapatitos… No te acuerdas ya del día de tu cumpleaños, ¿verdad? Fue el mes pasado, y yo estuve al lado del teléfono, contigo en brazos, esperando que él llamara, que él dijera solamente: «¡Hola, felicidades!», o que te mandara un regalo, nada más que un pequeño regalo, un conejito o una moneda de oro… Así, las lágrimas que quemaban sus mejillas le parecieron legítimas porque las derramaba pensando en Sonny. Y fue en ese momento que
—¿Soy un desconocido para ti… un extraño, ahora? —No me preguntes eso. No quiero que me preguntes eso. —Es que me duele, Delia. —Ah, te duele. —Por Dios, no hables así, con ese tono… —Hola. —Hola. Creí que… —Delia… —Sí, Sonny. —¿Te puedo preguntar una cosa? Ella advertía algo raro en la voz de Sonny. Claro que podía haberse olvidado ya de un pedazo de la voz de Sonny. Sin formular la pregunta, supo que estaba pensando si él la llamaba desde la cárcel o desde un bar… Había silencio detrás de su voz; y cuando Sonny callaba, todo era silencio, un silencio nocturno. —… una pregunta solamente, Delia. Babe, desde la cuna, miró a su madre inclinando la cabecita con un gesto de curiosidad. No mostraba impaciencia ni deseos de prorrumpir en llanto. La radio, en el otro extremo de la habitación, acusó otra vez la hora: «hi, hi», las siete y veinticinco. Y Delia no había puesto aún a calentar la leche para Babe; y no había colgado la ropa recién lavada. —Delia… quiero saber si me perdonas.
—No, Sonny, no te perdono. —Delia… —Sí, Sonny. —¿No me perdonas? —No, Sonny, el perdón no vale nada ahora… Se perdona a quienes se ama todavía un poco… y es por Babe, por Babe que no te perdono. —¿Por Babe, Delia? ¿Me crees capaz de haberlo olvidado? —No sé, Sonny. Pero no te dejaría volver nunca a su lado porque ahora es solamente mi hijo, solamente mi hijo. No te dejaría nunca. —Eso no importa ya, Delia —dijo la voz de Sonny, y Delia sintió otra vez, pero con más fuerza, que a la voz de Sonny le faltaba (¿o le sobraba?) algo. —¿De dónde me llamas? —Tampoco importa —dijo la voz de Sonny como si le apenara contestar así. —Pero es que… —Dejemos eso, Delia. —Bueno, Sonny. (Las siete y veintisiete). —Delia… imagínate que yo me vaya… —¿Tú, irte? ¿Y por qué?
(«¡Dios. Dios…!») —¡Sonny…! —¡Sonny! ¡¡Sonny!! Nada. Eran las siete y treinta. El reloj lo señalaba. Y la radio: «hi, hi». El reloj, la radio y Babe, que sentía hambre y miraba a la madre un poco asombrado del retardo. Llorar, llorar. Dejarse ir corriente abajo del llanto, al lado de un niño gravemente silencioso y como comprendiendo que ante un llanto así toda imitación debía callar. Desde la radio vino un piano dulcísimo, de acordes líquidos, y entonces Babe se fue quedando dormido con la cabeza apoyada en el antebrazo de la madre. Había en la habitación como un gran oído atento, y los sollozos de Delia ascendían por las espirales de las cosas, se demoraban, hipando, antes de perderse en las galerías interiores del silencio. El timbre. Un toque seco. Alguien tosía, junto a la puerta. —¡Steve! —Soy yo, Delia —dijo Steve Sullivan—. Pasaba, y… Hubo una larga pausa. —Steve… ¿viene de parte de…? —No, Delia. Steve estaba triste, y Delia hizo un gesto maquinal invitándolo a entrar. Notó que él no caminaba con el paso seguro de antes, cuando venía en busca de Sonny o a cenar con ellos.
—Siéntese, Steve. —No, no… me voy en seguida. Delia, usted no sabe nada de… —No, nada… —Y, claro, usted ya no lo quiere a… —No, no lo quiero, Steve. Y eso que… —Traigo una noticia, Delia. —¿La señora Morris…? —Se trata de Sonny. —¿De Sonny? ¿Está preso? —No, Delia. Delia se dejó caer en el taburete. Su mano tocó el teléfono frío. —¡Ah…! Pensé que podría haberme hablado desde la cárcel… —¿Él le habló a usted? —Sí, Steve. Quería pedirme perdón. —¿Sonny? ¿Sonny le pidió perdón por teléfono? —Sí, Steve. Y yo no lo perdoné. Ni Babe ni yo podíamos perdonarlo. —¡Oh, Delia!
—Porque Sonny murió a las cinco, Delia. Lo mataron de un balazo, en la calle. Desde la cuna llegaba la rítmica respiración de Babe, coincidiendo con el vaivén del péndulo. Ya no tocaba el pianista de la radio; la voz del locutor, ceremoniosa, alababa con elocuencia un nuevo modelo de automóvil: moderno, económico, sumamente veloz. 1938 © Julio Cortázar: Llama el teléfono, Delia. Publicado en El Despertar , octubre de 1941.
Tiempo de lectura: 9 minutos Él no había provocado. Cuando Cary dijo: «Eres un cobarde, un canalla, y además un mal poeta», las palabras decidieron el curso de las acciones, tal como suele ocurrir en esta vida. Plack avanzó dos pasos hacia Cary y empezó a pegarle. Estaba bien seguro de que Cary le respondía con igual violencia, pero no sentía nada. Tan sólo sus manos que, a una velocidad prodigiosa, rematando el lanzar fulminante de los brazos, iban a dar en la nariz, en los ojos, en la boca, en las orejas, en el cuello, en el pecho, en los hombros de Cary. Bien de frente, moviendo el torso con un balanceo rapidísimo, sin retroceder, Plack golpeaba. Sin retroceder, Plack golpeaba. Sus ojos medían de lleno la silueta del adversario. Pero aún mejor ubicaba sus propias manos; las veía bien cerradas, cumpliendo la tarea como pistones de automóvil, como cualquier cosa que cumpliera su tarea moviéndose al compás de un balanceo rapidísimo. Le pegaba a Cary, le seguía pegando, y cada vez que sus puños se hundían en una masa resbaladiza y caliente, que sin duda era la cara de Cary, él sentía el corazón lleno de júbilo. Por fin bajó los brazos, los puso a descansar junto al cuerpo. Dijo: —Ya tienes bastante, estúpido. Adiós. Echó a caminar, saliendo de la sala de la Municipalidad, por el corredor que conducía lejanamente a la calle. Plack estaba contento. Sus manos se habían portado bien. Las trajo hacia delante para admirarlas; le pareció que tanto golpear las había hinchado un poco. Sus manos se habían portado bien, qué demonios; nadie discutiría que él era capaz de boxear como cualquiera.
A pesar del horror le dio una risa histérica. Sentía cosquillas en el dorso de los dedos; cada juntura de las baldosas le pasaba como un papel de esmeril por la piel. Quiso levantar una mano pero no pudo con ella. Cada mano debía pesar cerca de cincuenta kilos. Ni siquiera logró cerrarlas. Al imaginar los puños que habrían formado se sacudió de risa. ¡Qué manoplas! Volver junto a Cary, sigiloso y con los puños como tambores de petróleo, tender en su dirección uno de los tambores, desenrollándolo lentamente, dejando asomar las falanges, las uñas, meter a Cary dentro de la mano izquierda, sobre la palma, cubrir la palma de la mano izquierda con la palma de la mano derecha y frotar suavemente las manos, haciendo girar a Cary de un extremo a otro, como un pedazo de masa de tallarines, igual que Margie los jueves a mediodía. Hacerlo girar, silbando canciones alegres, hasta dejar a Cary más molido que una galletita vieja. Plack alcanzaba ahora la salida. Apenas podía moverse, arrastrando las manos por el suelo. A cada irregularidad del embaldosado sentía el erizamiento furioso de sus nervios. Empezó a maldecir en voz baja, le pareció que todo se tornaba rojo, pero en algo influían los cristales de la puerta. El problema capital era abrir la condenada puerta. Plack lo resolvió soltándole una patada y metiendo el cuerpo cuando la hoja batió hacia afuera. Con todo, las manos no le pasaban por la abertura. Poniéndose de costado quiso hacer pasar primero la mano derecha, luego la otra. No pudo hacer pasar ninguna de las dos. Pensó: «Dejarlas aquí». Lo pensó como si fuese posible, seriamente. —Absurdo —murmuró, pero la palabra era ya como una caja vacía. Trató de serenarse, y se dejó caer a la turca delante de la puerta; las manos le quedaron como dormidas junto a los minúsculos pies cruzados. Plack las miró atentamente; fuera del aumento no habían cambiado. La verruga del pulgar derecho, excepción hecha de que su tamaño era ahora el de un reloj despertador, mantenía el mismo bello color azul maradriático. El corte de las uñas persistía en su prolijidad
(Margie). Plack respiró profundamente, técnica para serenarse; el asunto era serio. Muy serio. Lo bastante como para enloquecer a cualquiera que le ocurriese. Pero conseguía sentir de veras lo que su inteligencia le señalaba. Serio, asunto serio y grave; y sonreía al decirlo, como en un sueño. De pronto se dio cuenta de que la puerta tenía dos hojas. Enderezándose, aplicó una patada a la segunda hoja y puso la mano izquierda como tranca. Despacio, calculando con cuidado las distancias, hizo pasar poco a poco las dos manos a la calle. Se sentía aliviado, casi feliz. Lo importante ahora era irse a la esquina y tomar en seguida un ómnibus. En la plaza las gentes lo contemplaron con horror y asombro. Plack no se afligía; mucho más raro hubiese sido que no lo contemplasen. Hizo con la cabeza, un violento gesto al conductor de un ómnibus para que detuviera el vehículo en la misma esquina. Quería trepar a él, pero sus manos pesaban demasiado y se agotó al primer esfuerzo. Retrocedió, bajo la avalancha de agudos gritos que surgían del interior del ómnibus, donde las ancianas sentadas del lado de la acera acababan de desvanecerse en serie. Plack seguía en la calle, mirándose las manos que se le estaban llenando de basuras, de pequeñas pajas y piedrecitas de la vereda. Mala suerte con el ómnibus. ¿Acaso el tranvía…? El tranvía se detuvo, y los pasajeros exhalaron horrendos gritos al advertir aquellas manos arrastradas en el suelo y a Plack en medio de ellas, pequeñito y pálido. Los hombres estimularon histéricamente al conductor para que arrancara sin esperar. Plack no pudo subir. —Tomaré un taxi —murmuró, empezando lentamente a desesperarse. Abundaban los taxis. Llamó a uno, amarillo. El taxi se detuvo como sin ganas. Había un negro en el volante. —¡Praderas verdes! —balbuceó el negro—. ¡Qué manos!
—Llévame hasta ese sillón; así, está bien. Mete la mano en el bolsillo del saco. Tu mano, imbécil: en el bolsillo del saco; no, ése no, el otro. Más adentro, criatura, así. Saca el rollo de dinero, aparta un dólar, guárdate el vuelto y adiós. Se desahogaba en el servicial negro, sin saber el porqué de su enojo. Una cuestión racial, acaso, claro está que sin porqués. Ya dos enfermeras presentaban sus sonrisas veladamente pánicas para que Plack apoyara en ellas las manos. Lo arrastraron trabajosamente hasta el interior del consultorio. El doctor September era un individuo con una redonda cara de mariposa en bancarrota; vino a estrechar la mano de Plack, advirtió que el asunto demandaría ciertas forzadas evoluciones, permutó el apretón por una sonrisa. —¿Qué lo trae por aquí, amigo Plack? Plack lo miró con lástima. —Nada —repuso, displicente—. Me duele el árbol genealógico. ¿Pero no ve mis manos, pedazo de facultativo? —¡Oh, oh! —admitía September—. ¡Oh, oh, oh! Se puso de rodillas y estuvo palpando la mano izquierda de Plack. Daba la impresión de sentirse bastante preocupado. Se puso a hacer preguntas, las habituales, que sonaban extrañamente ahora que se aplicaban al asombroso fenómeno. —Muy raro —resumió con aire convencido—. Sumamente extraño, Plack. —¿A usted le parece? —Sí, es el caso más raro de mi carrera. Naturalmente, usted me permitirá tomar algunas fotografías para el museo de rarezas de
Pensilvania, ¿no es cierto? Además tengo un cuñado que trabaja en The Shout, un diario silencioso y reservado. El pobre Korinkus anda bastante arruinado; me gustaría hacer algo por él. Un reportaje al hombre de las manos… digamos, de las manos extralimitadas, sería el triunfo para Korinkus. Le concederemos esa primicia, ¿no es verdad? Lo podríamos traer aquí esta misma noche. Plack escupió con rabia. Le temblaba todo el cuerpo. —No, no soy carne de circo —dijo oscuramente—. He venido tan sólo a que me ampute esto. Ahora mismo, entiéndalo. Pagaré lo que sea, tengo un seguro que cubre estos gastos. Por otra parte están mis amigos, que responden por mí; en cuanto sepan lo que me pasa vendrán como un solo hombre a estrecharme la… Bueno, ellos vendrán. —Usted dispone, mi querido amigo —el doctor September miraba su reloj pulsera—. Son las tres de la tarde (y Plack se sobresaltó porque no creía que hubiese transcurrido tanto tiempo). Si lo opero ya, le tocará pasar el peor rato por la noche. ¿Esperamos a mañana? Entretanto, Korinkus… —El peor rato lo estoy pasando ahora —dijo Plack y se llevó mentalmente las manos a la cabeza—. Opéreme, doctor, por Dios. Opéreme… ¡Le digo que me opere! ¡¡Opéreme, hombre…, no sea criminal!!… ¡¡Comprenda lo que sufro!! ¿¿Nunca le crecieron las manos, a usted..?? ¡¡¡Pues a mí, sí!!! ¡¡¡Ahí tiene…; a mí, sí!!! Lloraba, y las lágrimas le caían impunemente por la cara y goteaban hasta perderse en las grandes arrugas de las palmas de sus manos, que descansaban boca arriba en el suelo, con el dorso en las baldosas heladas. El doctor September estaba ahora rodeado de un diligente cuerpo de enfermeras a cuál más linda. Entre todas sentaron a Plack en un taburete y le pusieron las manos sobre una mesa de mármol. Hervían fuegos, olores fuertes se confundían en el aire. Relumbrar de aceros, de
—¡Dios mío..! Plack, viejo… Jamás pensé que iba a ocurrir una cosa así… Plack no comprendió. ¿Cary, allí? Pensó; acaso el doctor September, en previsión de una posible gravedad posoperatoria, había avisado a los amigos. Porque, además de Cary, veía él ahora los rostros de otros empleados de la Municipalidad que se agrupaban en torno a su cuerpo tendido. —¿Cómo estás, Plack? —preguntaba Cary, con voz estrangulada—. ¿Te… te sientes mejor? Entonces, de manera fulminante, Plack comprendió la verdad. ¡Había soñado! ¡Había soñado! «Cary me acertó un golpe en la mandíbula, desmayándome; en mi desmayo he soñado ese horror de las manos…». Lanzó una aguda carcajada de alivio. Una, dos, muchas carcajadas. Sus amigos lo contemplaban, con rostros todavía ansiosos y asustados. —¡Oh, gran imbécil! —apostrofó Plack, mirando a Cary con ojos brillantes—. ¡Me venciste, pero espera a que me reponga un poco…, te voy a dar una paliza que te tendrá un año en cama…! Alzó los brazos para dar fe de sus palabras con un gesto concluyente. Entonces sus ojos vieron los muñones. [1937] © Julio Cortázar: Las manos que crecen. Publicado en La otra orilla , 1994.
Nunca se sabrá cómo hay que contar esto, si en primera persona o en segunda, usando la tercera del plural o inventando continuamente formas que no servirán de nada. Si se pudiera decir: yo vieron subir la luna, o: nos me duele el fondo de los ojos, y sobre todo así: tú la mujer rubia eran las nubes que siguen corriendo delante de mis tus sus nuestros vuestros sus rostros. Qué diablos. Puestos a contar, si se pudiera ir a beber un bock por ahí y que la máquina siguiera sola (porque escribo a máquina), sería la perfección. Y no es un modo de decir. La perfección, sí, porque aquí el agujero que hay que contar es también una máquina (de otra especie, una Contax 1. 1.2) y a lo mejor puede ser que una máquina sepa más de otra máquina que yo, tú, ellala mujer rubia- y las nubes. Pero de tonto sólo tengo la suerte, y sé que si me voy, esta Remington se quedará petrificada sobre la mesa con ese aire de doblemente quietas que tienen las cosas movibles cuando no se mueven. Entonces tengo que escribir. Uno de todos nosotros tiene que escribir, si es que todo esto va a ser contado. Mejor que sea yo que estoy muerto, que estoy menos comprometido que el resto; yo que no veo más que las nubes y puedo pensar sin distraerme, escribir sin distraerme (ahí pasa otra, con un borde gris) y acordarme sin distraerme, yo que estoy muerto (y vivo, no se trata de engañar a nadie, ya se verá cuando llegue el momento, porque de alguna manera tengo que arrancar y he empezado por esta punta, la de atrás, la del comienzo, que al fin y al cabo es la mejor de las puntas cuando se quiere contar algo). De repente me pregunto por qué tengo que contar esto, pero si uno empezara a preguntarse por qué hace todo lo que hace, si uno se preguntara solamente por qué acepta una invitación a cenar (ahora pasa una paloma, y me parece que un gorrión) o por qué cuando alguien nos ha contado un buen cuento, en seguida empieza como una cosquilla en el estómago y no se está tranquilo hasta entrar en la oficina de al lado y contar a su vez el cuento; recién entonces uno está bien, está contento y puede volverse a su trabajo. Que yo sepa nadie ha explicado esto, de manera que lo mejor es dejarse de pudores y contar, porque al fin y al cabo nadie se averguenza de respirar o de ponerse los zapatos; son cosas, que se hacen, y cuando pasa algo raro, cuando dentro del zapato encontramos una araña o al respirar se siente como un vidrio roto, entonces hay que contar lo que pasa, contarlo a los muchachos de la oficina o al médico. Ay, doctor, cada vez que respiro... Siempre contarlo, siempre quitarse esa cosquilla molesta del estómago. Y ya que vamos a contarlo pongamos un poco de orden, bajemos por la escalera de esta casa hast a el domingo 7 de noviembre, justo un mes atrás. Uno baja cinco pisos y ya está en el domingo, con un sol insospechado para noviembre en París, con muchísimas ganas de andar por ahí, de ver cosas, de sacar fotos (porque éramos fotógrafos, soy fotógrafo). Ya sé que lo más difícil va a ser encontrar la manera de contarlo, y no tengo miedo de repetirme. Va a ser difícil porque nadie sabe bien quién es el que verdaderamente está contando, si soy yo o eso que ha ocurrido, o lo que estoy viendo (nubes, y a veces una paloma) o si sencillamente cuento una verdad que es solamente mi verdad, y entonces no es la verdad salvo para mi estómago, para estas ganas de salir corriendo y acabar de alguna manera con