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La idea de totalitarismo tiene sus orígenes en el contexto histórico creado por la cesura de la Gran Guerra. La Primera Guerra Mundial fue, entonces, una experiencia fundante: forjó un nuevo ethos guerrero en el cual los antiguos ideales de heroísmo y de caballería se combinaban con la tecnología moderna, el nihilismo se racionalizaba, el combate se transformaba en destrucción metódica del enemigo y la pérdida de incontables vidas humanas podía ser prevista, si no de hecho planificada
Tipo: Apuntes
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Resumen Traverso: La idea de totalitarismo tiene sus orígenes en el contexto histórico creado por la cesura de la Gran Guerra. La Primera Guerra Mundial fue, entonces, una experiencia fundante: forjó un nuevo ethos guerrero en el cual los antiguos ideales de heroísmo y de caballería se combinaban con la tecnología moderna, el nihilismo se racionalizaba, el combate se transformaba en destrucción metódica del enemigo y la pérdida de incontables vidas humanas podía ser prevista, si no de hecho planificada, como un cálculo estratégico. Esta guerra marcó el inicio de una barbarización de la política que modificaría profundamente el imaginario de toda una generación. Europa devino entonces teatro de una serie de revoluciones y contrarrevoluciones en cadena, cuyas etapas decisivas fueron el nacimiento de la U R S S y, seguidamente, la formación de los regímenes fascistas. Uno de los rasgos dominantes del período de entremuertas fue la oposición ideológica y militar entre comunismo y fascismo, culminada en la Guerra Civil Española. La idea de totalitarismo toma forma y se desarrolla en este contexto de guerras, abiertas o “trías”, en el cual el espíritu de cruzada no abandona jamás a los adversarios, aun cuando las armas callan. Pertenece a un siglo durante el cual los conflictos y las hostilidades, por encima de los intereses geopolíticos y de las reivindicaciones territoriales que subyacen, parecen vehiculizar una oposición irreconciliable de valores e ideologías. En todo el siglo XX están en juego creencias, valores, visiones del mundo, eran necesarios conceptos nuevos para capturar el espíritu de una época de este tipo: “totalitarismo” será el más afortunado de los neologismos. Su difusión reflejaba la sensación dominante de vivir en un paisaje rocoso, rodeado de monolitos imponentes, detestado o admirado por los habitantes del lugar, según los casos, pero monolitos tan inestables que a cada momento peligran en colisionar y amenazan así con aplastar las casas del valle. Tres experiencias históricas nacidas de la Primera Guerra Mundial están en el origen de este concepto; el fascismo italiano (1922- 1945), el nacionalsocialismo alemán (1933-1945) y el estalinismo ruso (entre los años ’20 y los ’50). Más allá de sus diferencias sustanciales que atañen, a las respectivas formaciones, ideologías y bases sociales, estos tres regímenes presentan características inéditas cuyas afinidades demandan un acercamiento comparativo y cuyos éxitos criminales suscitan nuevos interrogantes acerca de la relación que se establece, en el siglo XX, entre poder público y sociedad civil , entre violencia y Estado. A l menos un aspecto es unánimemente admitido por todos los observadores: el totalitarismo es la antítesis del Estado de derecho. La unidad del totalitarismo se perfila entonces sólo en negativo, como la antítesis del liberalismo. Desde un punto de vista histórico, sin embargo, esta categoría se escinde en dos entidades irreductiblemente diversas y antagónicas, el comunismo y el fascismo, que se nutren sin más de sus oposiciones. Sería necesario hablar de totalitarismos, en plural, señalando así los orígenes en un proceso histórico bicéfalo, marcado por el enfrentamiento dramático entre la revolución y la contrarrevolución.
Los totalitarismos fascistas son hijos de la modernidad y presuponen la sociedad de masas, urbana e industrial; surgen de la “nacionalización de las masas”, de la cual la Primera Guerra Mundial fue un poderoso acelerador. Necesitan de las masas que someten y reclutan en el mismo momento en que las movilizan. En las antípodas de las muchedumbres revolucionarias que poseen una dinámica propia y reivindican un rol de sujeto histórico. Con sus promesas escatológicas, sus iconos y sus rituales, el totalitarismo se presenta como una “religión laica” que disgrega la sociedad civil y transforma el pueblo en una comunidad de fieles. El individuo es triturado, absorbido y anulado por el Estado, que se erige como una unidad compacta en la cual las singularidades se disuelven y los hombres se hacen masa. El totalitarismo pertenece entonces a la modernidad. Es un producto perverso de la era democrática, marcada por el ingreso de las masas en la vida política, en el seno de sociedades que han abandonado las antiguas jerarquías de casta y de rango. Por un lado, sólo puede afirmarse destruyendo la democracia en el plano político, jurídico e institucional; por otro, sin embargo, despliega un dispositivo de reclutamiento y de activación de las masas que implica necesariamente el advenimiento de las sociedades democráticas. Los totalitarismos -e l estalinismo como el nazismo- tienden a suprimir las fronteras entre el Estado y la sociedad. Dicho de otro modo, postulan la absorción de la sociedad civil, hasta su aniquilamiento, en el Estado. El totalitarismo no es más que la liquidación de lo político en cuanto lugar de la alteridad, a anulación del conflicto, del pluralismo que atraviesa el cuerpo social sin el cual ninguna libertad sería concebible. El totalitarismo reproduce todas las características esenciales de la racionalidad instrumental que modela la técnica, la administración, la economía y la cultura del mundo occidental, pero culmina en la negación del “dominio legal” y designa el advenimiento del Estado criminal. El totalitarismo despliega una contrarracionalidad24 que recoge sus elementos constitutivos de la modernidad occidental y revela de modo trágico todas sus potencialidades destructivas. Aun siendo un elemento constitutivo de los regímenes totalitarios, la violencia no es, sin embargo, una característica de su exclusividad.