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Historia argentina. Epoca de la Revolucion
Tipo: Apuntes
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Este es un libro de historia política y su tema es el surgimiento de un centro de poder político autónomo, en un área donde la noción misma de actividad política había permanecido ignorada. El propósito de este estudio es seguir las vicisitudes de una elite política creada, destruida y vuelta a crear por la guerra y la revolución. Esto supone la consideración de un conjunto de problemas: Las relaciones sociales vigentes antes del surgimiento de esa actividad política, que son el seno donde ésta se desarrollará. Las relaciones entre nueva y vieja elite. El uso que del poder se hace como medio de articulación entre los distintos sectores sociales [tanto entre las clases dominantes como con los sectores populares a quienes la nueva elite debe su encumbramiento, pero con quien no está dispuesta a compartir su poder]. SEGUNDA PARTE: DEL VIRREINATO A LAS PROVINCIAS UNIDAS DEL RIO DE LA PLATA I.LA CRISIS DEL ORDEN COLONIAL a) LA GUERRA Y EL DEBILITAMIENTO DEL VINCULO IMPERIAL La guerra a escala mundial se instala en la estructura imperial a lo largo del siglo XVIII. La España renaciente, se fija objetivos más vastos que las posibilidades que tiene abiertas. Si bien el orden imperial en su conjunto sufre pronto las consecuencias de esta política ambiciosa, en el sector rioplatense, ésta comienza por consolidarlo. En esta zona el esfuerzo de renovación administrativa, económica, militar, se ejerce con intensidad. Simultáneamente con la creación del virreinato, cae en manos españolas la Colonia del sacramento que durante un siglo ha sido amenaza militar y elemento disgregador del orden mercantil español. Por todo esto, la crisis del sistema colonial tendrá en el Río de la Plata un curso más abrupto que en otras partes y son las innovaciones introducidas en el sistema mercantil para adaptar al virreinato a la coyuntura de guerra, las que anticipan esta crisis. Esto necesariamente provocaría tensiones entre los que se disponían a aprovechar las ventajas y los emisarios locales del orden imperial, temerosos de las consecuencias que les acarrearía cualquier atenuación de la hegemonía metropolitana. La noción de que Buenos Aires es el centro del mundo comercial, no pone en entredicho la supervivencia del vínculo político, aunque sí va transformando la imagen que de él se tiene en el área colonial. Este orden colonial, no era, luego de tres siglos de dominación, una fuerza de ocupación. El poder político se presenta como instrumento de trasformación de un orden económico que no parece capaz de elaborar espontáneamente fuerzas renovadoras de suficiente gravitación. Ese instrumento es, no obstante, escasamente ineficaz y comienza a mostrar que la coyuntura lo debilita cada vez más. Si el enriquecimiento de mercaderes que trafican al margen de la ruta de Cádiz es un hecho políticamente importante, las consecuencias económicas de esta novedad, serán efímeras y no habrán de durar más de lo que dure el vínculo con España. Para entonces, Vieytes y Belgrano ven avanzar con aprehensión la
monoproducción ganadera y proponen remedios políticos. Sin embargo ambos advierten que si el desplazamiento ganadero avanza, es porque está inscrito en las cosas mismas. Félix de Azara por su parte, postula un porvenir ganadero con todas sus consecuencias: población escasa, sobre todo en las áreas rurales, inestabilidad familiar y social. Cuando años de experiencia revelen la incapacidad creciente de la corona para cumplir su papel director, cuando el poder monárquico se desvanezca en la crisis de 1808, la adaptación al nuevo clima político impondrá un acercamiento creciente a las posiciones de un liberalismo económico ortodoxo. Los instrumentos de cambio pasan a ser entonces, los que se insertan en las líneas de intereses de las fuerzas económicamente dominantes. La adopción de criterios para elegir dichos instrumentos, se vincula con el derrumbe de la autoridad monárquica. Aún mejor que en cualquier texto de Belgrano, la huella de esa nueva situación, se encontrará en la Representación de los Hacendados de la Banda Oriental de 1809. Aquí la conversión al liberalismo económico es total, donde la Corona no es sino un fantasma. El primer plano lo ocupan los comitentes de Mariano Moreno, hacendados seguros de su derecho, y aún más seguros de su poder. Se cierra así un capítulo de la historia económica rioplatense y del pensamiento económico. Es la confianza en la posibilidad de un dominio de las fuerzas económicas con medios políticos, la que se debilita progresivamente. Frente a una menor autonomía en cuanto a decisiones en materia económica de los gobiernos revolucionarios, no es de extrañar que la actitud de nuestros economistas ilustrados haya sido hasta el final ambiguo. Se afianza efímeramente el avance de sectores mercantiles especulativos, favorecidos por el debilitamiento del lazo colonial debido a la coyuntura guerrera, pero de ningún modo destinados a beneficiarse por la ruina total de ese vínculo y su reemplazo por otro. Sería abusivo ver en Vieytes y sobre todo en Belgrano los voceros de esos mercaderes audaces. La coyuntura guerrera debilitaba el vínculo económico, pero ese debilitamiento no incitaba necesariamente a una crisis más radical de la relación colonial. Sin embargo, existe ya antes de su público estallido, una crisis más secreta del orden colonial. Un aspecto de esa crisis larvada es el que registran nuestros manuales bajo el rubro de las nuevas influencias ideológicas; a lo largo de la segunda mitad del siglo XVIII, la curiosidad por las novedades político–ideológicas se difunde por todos los rincones. Séanos permitido poner esto en duda. Antes de que los aportes ideológicos ilustrados contribuyeran a socavar el sistema de ideas en que se apoyaba la monarquía absoluta, éste ya tenía algo de incongruente que no había restado nada al vigor de la institución. Desde la Contrarreforma, las virtudes republicanas fueron largamente veneradas durante la monarquía absoluta. La creciente difusión de innovaciones ideológicas, supuesto antecedente de la revolución, adquiere relevancia práctica una vez desencadenada la revolución. En 1790 España no ha hecho más que comenzar a sufrir el impacto de la coyuntura revolucionaria; lo que ésta le va a deparar es la alianza con Francia, ya republicana. El desprestigio en las áreas coloniales, viene del hecho de ser España es eslabón más débil de la alianza y que el vínculo con sus territorios se revelase particularmente vulnerable. ¿De dónde provenía entonces la desafección? Habría que mencionar en primer lugar la crisis en el equilibrio de las castas, representada por las rebeliones peruanas. En el Litoral, esa desafección al régimen colonial era sobre todo alimentada por los contactos con ultramar. El desarrollo de la economía local y la dislocación de las rutas comerciales normales contribuían a intensificar la
El modo en que esos oficiales fueron designados –por elección de los propios milicianos– parecía ofrecer posibilidades para un rápido ascenso de figuras antes desconocidas. Sin embargo, se trató de limitar este riesgo. La elección por voto universal oculta mal la ampliación por cooptación de los sectores dominantes. La mayor parte de los elegidos son comerciantes, y en segundo término los que tienen ocupación en niveles altos y medios de la burocracia virreinal. En esas improvisadas fuerzas militares se asienta cada vez más el poder que gobierna el virreinato y así esos cuerpos americanos introducen los nuevos elementos en el equilibrio de poder, aunque las consecuencias de la militarización urbana sólo podrían percibirse plenamente, cuando la crisis institucional se agravara. Mientras tanto la necesidad de contar con la benevolencia de la elite criolla era cada vez mejor advertida; y aun antes de su ruptura con Liniers, el Cabildo utilizó la renovación de 1808 para asegurar en su composición un equilibrio paritario de europeos y americanos. Aun así es dudoso que esa preocupación por exhibir una representatividad más amplia estuviese primordialmente vinculada con el nuevo poder que la militarización daba a los comerciantes, funcionarios y profesionales criollos, trocados en oficiales. A su lado es preciso tomar en cuenta la creciente ambición política del Cabildo. La segunda invasión inglesa inspira a los capitulares la persuasión de que su carrera ascendente ya no encontrará oposición. El Cabildo es el protagonista de la nueva victoria; mientras Liniers, tras una poco afortunada tentativa de resistencia, se retira. Es fundamentalmente la victoria del Cabildo y de Martín de Álzaga. Su modesta participación, no afecta directamente la situación de Liniers, consolidada desde que la corona ha dispuesto cambiar el criterio con que se cubren interinamente las vacancias del cargo virreinal; en lugar del presidente de la Audiencia, es el militar de mayor rango quien toma el lugar del Virrey. Madrid pensaba en Pascual Ruiz Huidobro, gobernador de Montevideo; su captura y envío a Inglaterra deja el camino libre a Liniers. Respecto del Virrey Sobremonte, luego de la caída de Montevideo el 2 de febrero, fue decidido su suspensión inmediata por una Junta de Guerra. De este modo el héroe popular de 1806 era en 1807 el jefe de la administración regia en el Río de la Plata. Su poder no había disminuido con ese cambio pero sí había cambiado de base. El Cabildo que ha comenzado excelentes relaciones con él, irá enfriándolas hasta llegar a la ruptura violenta; lo mueve a ello el acercamiento creciente del sucesor de Sobremonte. Para los capitulares Liniers era a la vez el representante de la legitimidad y un serio rival en el dominio de esas fuerzas nuevas que la militarización había introducido en el equilibrio de poder. A menos de un año de la defensa, el Capitán General y el Cabildo están enfrentados; uno y otro creen contar con la adhesión de esa fuerza nueva. Es la crisis metropolitana la que va a dotar de nuevas consecuencias a los cambios comenzados localmente en 1806. De ella se alcanza un anticipo cuando a comienzos de 1808, la corte portuguesa llega a Río de Janeiro. La guerra vuelve así a acercarse al Río de la Plata ya que España ha apoyado la acción francesa contra Portugal. El virrey interino y gobernador de Montevideo [para entonces, el cargo está ocupado por Elío, designado por Liniers luego de la retirada británica, en reemplazo de Ruiz Huidobro] buscaban saber qué preparativos ofensivos se esconden tras la frontera brasileña y el Cabildo porteño cree llegada la hora de volver a la gran política. No obstante, los acontecimientos europeos, transforman al enemigo en aliado, y antes de ello, Liniers decide buscar un modus vivendi con la corte portuguesa para que abra sus puertos al comercio rioplatense. El Cabildo tiene mucho que objetar al proyecto y en el nuevo alineamiento político, el origen francés de Liniers se
transforma en causa de recelos. Aparece en escena la Infanta Carlota y el partido de la independencia es cada vez más frecuentemente mencionado. La infanta ofrece una solución a la crisis que el derrumbe del poder central ha provocado. Las ventajas que como símbolo de la soberanía vacante tiene sobre las juntas surgidas en la metrópoli nacen no sólo de la precariedad de la situación militar de éstas, sino también de la pretensión de estas juntas a actuar en nombre del rey cautivo. Frente a ellas, la objeción de que los reinos españoles no eran en derecho una unidad sino a través de la sumisión a un mismo monarca era demasiado obvia para que no comenzase a ser esgrimida como argumento para negar el derecho de algunos españoles europeos que habían recibido su investidura del pueblo de la península para gobernar los reinos indianos. Ello explica que no pocos funcionarios regios hayan sido atraídos por el carlotismo. Explica menos coherentemente que también se hayan orientado a él algunos veteranos del partido de la independencia, y otros que sin serlo, no tenían motivo para salvar al absolutismo. Quedaba la posibilidad de creación de una república, incluso por la formación de una junta que podría admitir o no la supremacía de la sevillana; pero esa alternativa no atrae a los que en el pasado se han mostrado abiertos a la posibilidad de utilizar la crisis y que ahora profesan un alarmado legitimismo. Esto es así porque no se juzgan con fuerzas para dirigir esa empresa y apoderarse del gobierno local. El Río de la Plata, pese a la crisis metropolitana, no está lo bastante aislado para que una abierta ruptura de la legalidad pueda consolidarse con sólo contar con superioridad militar local; Portugal e Inglaterra, nuevos aliados de España, son elementos que no podían ignorarse. No es extraño entonces que los futuros patriotas se esfuercen en conservar un manto de legitimidad que promueven en la infanta Carota o que apoyen al virrey Interino. La militarización misma comenzará por consolidarse dando un sostén imprescindible a una legitimidad tambaleante: salva a Liniers momentáneamente y da un desenlace inesperado a un conflicto que desde septiembre de 1808 se ha agudizado: frente a la autoridad de Buenos Aires y el virrey interino, se levanta la disidencia de Montevideo. Ésta, ciudad de guarnición, tiene tras de sí a las tierras ganaderas más ricas del virreinato. Las invasiones han dado nueva oportunidad para actualizar sentimientos poco fraternales con Buenos Aires, despertados por la prohibición de comerciar con los efectos dejados por los británicos. La junta montevideana espera hacerse admitir por las autoridades virreinales, esperanza frustrada por los alineamientos políticos en Buenos Aires. Elío entonces, entra en inteligencias con Álzaga y el cabildo porteño que no entra en el alineamiento virreinal. También el aparato militar, a medida que se agrava la crisis, se transforma en árbitro de la situación ya que los comandantes militares tienen un interés profesional en el mantenimiento del virrey. El 17 de octubre, cuando algunos rumores hicieron temer la inminencia de un levantamiento en apoyo de la secesión montevideana, un documento firmado por la mayoría de los comandantes, ofrecía al virrey la lucha contra los hipotéticos insurgentes. Aquí se reflejaba el mismo alineamiento que iba a darse el 1 de enero de 1809, fecha en que finalmente se intentó el derrocamiento del virrey. Ese día es designado el nuevo Cabildo, cuyos integrantes son sometidos a la aprobación virreinal, inmediatamente concedida. Ese desenlace pacífico es roto por el estallido de un tumulto en la plaza mayor. Piden la instalación de una junta, previa remoción del virrey. Mientras se negocia en la fortaleza, la plaza amenaza con convertirse en campo de batalla. Liniers ofrece su dimisión, pero no acepta la formación de una junta ya que lo que le preocupa sobre todo es salvar el orden español. Los patricios y andaluces ocupan la plaza. Saavedra
El virrey intenta dosificar la difusión de noticias que comienzan a llegar sobre la guerra. Bajo el estímulo de la rivalidad entre peninsulares y la elite criolla, el orden establecido tiene posibilidades muy limitadas de sobrevivir a la tormenta que se avecina. La autoridad de Sevilla ha sucumbido a la derrota militar y la disidencia interna. La que surge en Cádiz para reemplazarla, ya no será reconocida en la capital del virreinato. La hegemonía militar sigue en manos de los mismos que ganaron en enero. El Cabildo de 1810 no está animado de la misma clara ambición de poder que el de 1808; los que entonces lo habían dominado no han logrado reconquistar la que había sido su fortaleza. Algunos de sus seguidores como Juan Larrea y asesores como mariano Moreno, están ahora junto con los jefes militares que les infligieron la derrota de enero de 1809. Cisneros ha respetado en lo esencial el equilibrio de poder que encontró a su llegada y ha otorgado además la autorización para comerciar con Inglaterra. La fuerza armada cuyo equilibrio interno Cisneros no había osado transformar, es de la que depende el desenlace de la crisis y cuando es desahuciado por ella, el virrey advierte que debe inclinarse ante sus vencedores. Su destrucción comienza el 17 de mayo con la publicación oficial de las malas nuevas de la Península; la resistencia antifrancesa sólo sobrevive en la bahía de Cádiz y la junta sevillana ha sido trágicamente suprimida. Por medida precautoria, las tropas en Buenos Aires son acuarteladas y en nombre de sus oficiales el virrey es intimado a abandonar su cargo, caduco junto con su autoridad. El 21 una breve muchedumbre, reclutada entre el bajo pueblo por tres eficaces agitadores, se reúne en la plaza. El virrey y el Cabildo se deciden a enfrentar la situación mediante una junta general de vecinos. El Cabildo Abierto ofrece a los defensores del orden vigente una nueva oportunidad para afirmarse, pero casi la mitad de los vecinos convocados prefirió no asistir y entre los que se hicieron presentes, los dispuestos a defender el orden estaban en franca minoría. La existencia de la crisis institucional no fue puesta en duda y no parece haberse producido discordia sobre las bases jurídicas de cualquier solución ya que la posibilidad de una decisión popular que cubriera interinamente las vacantes del poder soberano estaba sólidamente fundada en textos legales. El del 22 de mayo no ha sido un debate ideológico sino una querella de abogados que intenta utilizar un sistema normativo vigente, cuya legitimidad no se discute, para fundar las soluciones que cada bando defiende. El resultado es la quiebra con el antiguo orden, pero que deja al Cabildo la tarea de establecer un nuevo gobierno. La solución está inspirada por la prudencia: el virrey es transformado en el presidente de una junta; de los cuatro vocales que la integran, dos –Saavedra y Castelli– son jefes visibles del movimiento que viene impulsando el cambio institucional; los dos restantes –Solá e Incháurregui– han apoyado el 22 dejar el poder en manos de los capitulares. El mismo día de instaurada la junta el conflicto resurge; los oficiales se resignan mal a dejar el supremo comando militar en manos de Cisneros y los que en la junta los representan, se retiran de ella. El 25, una nueva jornada de acción impone un desenlace diferente; la plaza es de nuevo teatro de agitación popular, de la que surge un petitorio: una junta más amplia. La preside Saavedra, que recibe así el supremo poder militar.
Caben algunas dudas sobre el origen preciso de la solución que surge el 25. Los petitorios llevan la huella de haber surgido, por lo menos en parte, de la organización militar urbana. ¿Es decir que los acontecimientos que pusieron fin al orden colonial fueron fruto de la acción de una reducida elite de militares profesionales? Esto no se deduce de los hechos alegados por los autores que la defienden. Otros por su parte hacen demasiado fácil la tarea al postular como contrapartida una revolución popular que para serlo, hubiera debido contar con el apoyo de la mayor parte de la población. La alternativa entre un origen militar y otro popular, es en sí irrelevante si se recuerda que sólo a través de la militarización, se han asegurado a la vez que una organización institucional, canales también institucionalizados de comunicación con la plebe urbana. Los dos términos postulados como excluyentes, designan aquí dos aspectos de una misma realidad. Producida la revolución, queda aún por asegurar a ésta la obediencia de la totalidad del territorio que pretende gobernar. Para ello se decide el mismo 25 el envío de tropas al Interior. Como primera instancia, esa elite criolla a la que los acontecimientos hincados en 1806 han entregado el poder local, debe crear de sí, una clase política y un aparato militar profesional. II. LA REVOLUCION EN BUENOS AIRES. A) NACE UNA VIDA POLÍTICA La jornada del 25 ha creado un nuevo foco de poder, que quiere hacer de su legitimidad, un elemento capital de la ideología revolucionaria. El deslizamiento hacia la guerra civil no podrá ser evitado. La revolución comienza por ser la aventura estrictamente personal de algunos porteños. El nuevo orden dispone de medios para conminar la adhesión, pero la disposición a esa obligada adhesión, la hace al mismo tiempo menos significativa. Será la existencia de un peligro externo –el de la posibilidad de vuelta del viejo orden– lo que dará carácter de irrevocable a ciertas formas de adhesión al nuevo sistema. Pero ese elemento disciplinante es de eficacia relativa: la reconciliación con la metrópoli, buscada por la sumisión, parecía aún en 1815 una salida viable para los dirigentes revolucionarios. [Hay que tener cuidado con este argumento de Halperin, ya que la situación en 1815 es muy diferente. Hay una ola de restauración monárquica en marcha y un gobierno revolucionario en crisis y a punto de caerse en Fontezuela. La opción por la sumisión, puede haber aparecido entre algunos revolucionarios, más como actitud prudente, que como convicción política] ¿El poder revolucionario, nacía verdaderamente tan sólo? Los testimonios de los que ven con odio su triunfo no creen eso. Los revolucionarios son los dueños de la calle. Dueños del ejército urbano, dueños de la entera máquina administrativa de la capital virreinal, los jefes revolucionarios no tienen, en lo inmediato, demasiado que temer de Buenos Aires. Aun así, les era preciso consolidar su poder, ello les imponía establecer nuevas vinculaciones con la entera población subordinada. En esas vinculaciones, el estilo autoritario del viejo orden no había de ser abandonado. El nuevo gobierno buscó emplear a la iglesia como intermediaria, la obligación de predicar sobre el cambio político fue impuesta a todos los párrocos. Aún más importante era el sistema de policía. No sólo se trata de ubicar y hacer inocua la disidencia, se trata también de disciplinar la adhesión. La transformación política comenzada en 1810 ha sido muy honda, pero no demasiado exitosa en la solución de los problemas que ella misma ha creado, la idea de igualdad, aunque esgrimida con vigor frente a los privilegios de los españoles europeos, recordada para proclamar el fin de la servidumbre de los
conservando en sus cargos a los peninsulares en situación de exhibir “buena conducta, amor al país y adhesión al gobierno”. Pocos días antes la medida es revocada. No creer que la junta está convencida de cuanto proclama; es demasiado evidente que la prudencia la guía ante la ofensiva de sus enemigos. Sin embargo no pone fin a los avances de las discriminaciones. Éstos prosiguen por dos razones diferentes: la primera es que la limitada democratización ha dado voz a una opinión plebeya cuyos sentimientos antipeninsulares no parecen limitados por ninguna ambivalencia. La conjuración de Álzaga debía marcar una ruptura completa entre los dos sectores. La conspiración, con sus proyectadas represiones hacia el sector americano y patriota, fue seguida de una agudización inmediata de las medidas antipeninsulares: prohibición de montar a caballo, o de andar por las calles durante la noche. Los peninsulares son eliminados del comercio al menudeo y se les prohíbe tener pulpería. Todo ello en medio de una cerrada represión que durante días ofrece el espectáculo de ejecuciones en la plaza mayor. Aun ahora, ninguna medida de exclusión es tomada respecto del comercio al por mayor y aun la importante fortuna de Álzaga es salvada para sus hijos, criollos. Al año siguiente, la creación de la ciudadanía de las Provincias Unidas ofrece finalmente el instrumento legal para diferenciar el estatus de los metropolitanos favorables de los hostiles. La carta de ciudadanía es requerida para conservar empleos públicos y actuar en el comercio. La situación se hará cada vez más difícil hasta que en 1817 los peninsulares sólo podrán casarse con una criolla si previamente obtienen autorización del secretario de gobierno. De este modo la revolución ha enfrentado a un entero grupo, lo ha excluido de la sociedad que comienza a reorganizarse. Ahora bien, los peninsulares son especialmente numerosos en ciertos niveles: alta administración y gobierno. La decadencia de las corporaciones y magistraturas civiles y eclesiásticas no es tan sólo consecuencia del nuevo clima económico; es el fruto de una política deliberada. La acción revolucionaria no se traduce aquí en la exclusión de un sector de la sociedad colonial, sino en un reajuste del equilibrio entre sectores destinados a sobrevivir a los cambios revolucionarios. B) LA CRISIS DE LA BUROCRACIA La revolución propone una nueva imagen del lugar de las magistraturas y dignidades. La transformación es justificada en el decreto de supresión de honores del presidente de la junta, de diciembre de 1810. En adelante el magistrado deberá “observar religiosamente el sagrado dogma de la igualdad” y no tendrá, fuera de sus funciones, derecho a “otras consideraciones”. Esa severa disciplina que la junta se impone a sí misma será aplicada con rigor aún más vivo a los demás funcionarios. En tiempos coloniales, la solidaridad entre burócratas no había excluido las tensiones internas; la revolución intensificó éstas mucho más que aquella. Aun dejando de lado la depuración de desafectos, creó un poder supremo que sentía con mucha mayor urgencia la necesidad de afirmar su supremacía sobre sus instrumentos burocráticos, y que por añadidura podía vigilarlos mucho mejor que la remota corte. Sólo frente a una magistratura se detuvo el poder revolucionario: la del cabildo, que en las jornadas de mayo había sabido reservarse una superintendencia sobre el gobierno creado. Sus integrantes conservan el derecho de elegir a sus sucesores.
Cuando en 1815 se abolió este sistema en beneficio de la elección popular, la reforma no hizo sino confirmar al cabildo en su situación de única corporación cuya investidura no derivaba del supremo poder revolucionario. El cabildo ofrece el más sólido de los nexos de continuidad jurídica entre el régimen revolucionario y el colonial de cuya legitimidad aquél se proclama heredero. La afirmación del nuevo poder sobre burocracia y magistraturas está todavía estimulada por la reorientación de las finanzas hacia la guerra. Debido a ellas, funcionarios tendrán derechos sobre los ingresos públicos menos indiscutidos que en el régimen colonial. Los retrasos en los pagos se harán frecuentes: a fines de 1811se les añadirá una rebaja general de los sueldos.; se asigna a la quita carácter de préstamo. Del mismo modo, las corporaciones, dotadas en el pasado de patrimonio propio, lo verán sacrificado a las necesidades de la guerra revolucionaria. Esa pérdida de riqueza, poder y prestigio pone cada vez más a funcionarios y corporaciones en manos del poder supremo que termina por reasumir los signos exteriores de su supremacía. La concentración del gobierno en una sola persona, el director supremo, va acompañada del abandono ya definitivo del austero ideal igualitario que la junta se había fijado en 1811. En la iglesia se da una situación especial; el nuevo poder no puede utilizar con ella los métodos empleados para reducir a obediencia a la administración civil; los enemigos abiertos abundarán en su seno, y el gobierno revolucionario deberá aprender a convivir. La depuración es incompleta y sobre todo gradual. Cualesquiera sean sus sentimientos, los obispos sólo son aceptados en el nuevo orden si prestan a él el prestigio de su investidura. La conciencia por parte de la junta de que la política eclesiástica afecta de manera más compleja a sus gobernados, le presta así una mayor ambigüedad: se trata de mediatizar al cuerpo eclesiástico y de utilizarlo como auxiliar para la afirmación del poder revolucionario La revolución se traduce en una agudización inmediata de los conflictos internos del clero regular. Frente a esos conflictos el gobierno evita a menudo definirse. De este modo, aseguran la sumisión de eclesiásticos adictos y desafectos. Del poder eclesiástico se define por la pluma del cabildo eclesiástico como una clase más dentro del estado, obligada por lo tanto “como parte de la conservación del todo”. Sólo a partir de 1816 se oirá un lenguaje más altivo en los voceros del clero. La iglesia aislada de Roma (primero por el cautiverio pontificio y luego por la decisión vaticana de no mantener relaciones oficiales con la Hispanoamérica revolucionaria) y aislada también de España por la guerra de independencia. Buenos Aires no tendrá nuevo obispo por un cuarto de siglo; las órdenes comenzarán por ser gobernadas por resoluciones del poder civil. Ese avance del poder político no afecta directamente el prestigio de la religión en la vida colectiva, el gobierno revolucionario tomó su papel de defensor de la fe. Una iglesia así invadida por las tormentas políticas defiende muy mal el lugar tenido en la vida rioplatense. Ese lugar no está amenazado por ataques frontales, sin embargo su erosión es inevitable. Sería apresurado deducir una decadencia de la adhesión a la fe recibida; la progresiva secularización de la vida colectiva, que las circunstancias imponían, provocaba en cambio reacciones más limitadas. Esta secularización es el correlativo de la politización revolucionaria. La política del supremo poder revolucionario fue frente a la iglesia sustancialmente exitosa. Sólo que lo fue mucho menos para heredar el poder y el prestigio de
elemento voluntario había predominado, están siendo anegados de vagos y esclavos. Hacer de cuerpos así formados el principal apoyo del poder revolucionario encierra peligros. La profesionalización del ejército es la que aleja los peligros. El nuevo orden requiere ejércitos y no milicias. La transformación va acompañada de un reajuste en la disciplina. El proceso comienza sin embargo por ser lento, las disidencias internas al personal revolucionario hacen del apoyo de las milicias a Saavedra, el jefe de la facción moderada, un elemento precioso como para que pueda ser arriesgado mediante reformas demasiado hondas. Aun así, los retoques formales no faltan. No estaba en el interés del nuevo orden disminuir la distancia entre oficiales y tropa. Fueron las crisis políticas de 1811 (al dar a la fracción moderada una efímera victoria) las que arrebataron a esa fracción el dominio de la situación política y eliminaron el obstáculo principal a la profesionalización del ejército. De diciembre de 1811 data la resistencia abierta del primer regimiento de Patricios cuyos suboficiales y soldados se sublevaron designando nuevos oficiales.. La represión comienza: seis suboficiales y cuatro soldados son ejecutados, otros veinte son condenados a presidio, compañías enteras son disueltas y el cuerpo depurado. El movimiento es sólo de suboficiales y tropa. Una nueva línea de clivaje se revela así, se impone una disciplina más estricta. Esta trasformación tenía una consecuencia política precisa. Ahora el cuerpo de oficiales ejercía su influjo político por derecho propio. Pasa a ser el dueño directo de los medios de coacción que tienen entre otras finalidades la de mantener el poder en manos de esa , limitando la democratización a la que la revolución debe su origen. Hay aquí un peligro de separación progresiva frente al personal no militar de la revolución; la primera mención a los peligros del militarismo que contiene la Gaceta subraya que entre los oficiales ha surgido un infundado sentimiento de superioridad “sobre sus paisanos. La profesionalización, a la vez que da una preeminencia nueva al cuerpo de oficiales, lo diferencia del resto del personal político revolucionario. El criterio de reclutamiento y promoción varía. El reconocimiento de ciertas exigencias técnicas, unido a la escasez de oficiales disponibles, explica que el poder revolucionario haya sido menos estricto en cuanto al pasado político de sus servidores militares que cuando se trataba de elegir auxiliares administrativos, con el tiempo se hará cada vez más frecuente la incorporación de prisioneros realistas al ejército patriota, no sólo como soldados sino también como oficiales. En 1812 se hace presente en el Río de la Plata un saber militar menos sumario y rutinero que el heredado de tiempos coloniales. San Martín, incorporado al ejército revolucionario como coronel, adapta sistemas organizativos y tácticos de inspiración francesa. Alvear redacta una instrucción de infantería que sigue la misma escuela. Con ellos, la superioridad del militar ya no es sólo la del combatiente en una comunidad que ha hecho de la guerra su tarea más urgente; es la del técnico que puede llevar adelante esa tarea con pericia exclusiva. Todo la favorece, es la entera sociedad la que reconoce al militar el lugar que ése se asigna dentro de ella. Lo esencial de la vocación militar es el riesgo de la vida y ese riesgo da derecho a todas las compensaciones, [no la planificación] derecho a vivir de la industria y las privaciones de los civiles. Esa actitud puede ser peligrosa para la suerte militar de la revolución. En la hoguera de la guerra se destruye, junto con la riqueza pública y de las corporaciones, la trabazón jerárquica en que se había apoyado el orden establecido, en el que los promotores del movimiento revolucionario habían
estado lejos de ocupar un lugar completamente marginal. Pero los oficiales que asumen el primer lugar en el nuevo estado crean tensiones evidentes en el interior, donde actúan a veces como conquistadores. En primer término con esos sectores locales que han dominado la economía y que, ahora se ven amenazados por la doble presión de la guerra y de la concurrencia mercantil extranjera. Tensiones también con quienes tienen la responsabilidad directa del manejo político, y ven agotarse la benevolencia de los grupos de los que ha surgido mientras la costosa revolución se obstina en no rendir los frutos esperados. El cuerpo de oficiales puede llegar a ser también un peligroso rival político, peligro tanto más real cuanto su identificación con la guerra a ultranza, que lo separa de la de Buenos Aires criollo, coincide con los sentimientos y –hasta cierto punto- con los intereses de los sectores populares. Pero ese peligro está atenuado por otros factores. En primer término, por más rápidamente que se consolide el espíritu del cuerpo, encuentra un rival muy serio en el espíritu de facción sobre las mismas líneas que separan a las facciones no-militares. División facilitada por la falta de sólidos criterios profesionales en la promoción de los oficiales. Para un buen observador como el general Paz, un oficial formado por Belgrano, Por San Martín o por Alvear era reconocible por el modo de encarar cualquier limitada tarea. La consecuencia de ello es que la rivalidad entre cliques encuentra una fuente adicional en la oposición entre escuelas militares. De este modo, ni aun la profesionalización lleva en todos los casos a un aumento del espirit du corps entre los oficiales revolucionarios. Por otra parte, es preciso tomar en cuenta la incidencia de otros factores igualmente hostiles a la formación de un cuerpo de oficiales dotado de rasgos corporativos. El más evidente es que la actitud militar no es la única que se espera de los más importantes jefes. Casi todos los jefes superiores eran, a más de militares, líderes políticos en acto o en potencia. De este modo, si bien la revolución ha destruido la vieja identificación con corporaciones o magistraturas, no puede dotar de una cohesión igualmente intensa a la única institución que salió de la crisis revolucionaria fortificada y una de las razones esenciales es que, como aventura individual, la carrera militar se coronaba en una carrera política cuya lealtad era exigida simultáneamente por alianzas familiares, solidaridades de logia y coincidencias de facción. La independencia es a la vez que el coronamiento, el fin de la etapa revolucionaria, de la que queda una tarea incumplida: la guerra. La independencia va a significar la identificación de la causa revolucionaria con la de la nación. Hasta ese momento la dirección revolucionaria había aceptado una misión ambiciosa: la de hacer un país y crear un orden. No es sorprendente que no resulte siempre posible establecer una relación clara entre esa clase política y ciertos grupos sociales y profesionales, si tenemos en cuenta que para los contemporáneos no era fácil conseguir algo tan sencilla como saber quiénes pertenecían efectivamente a ella. Lo que comienza por configurar al grupo revolucionario es la conciencia de participar en una aventura de la que los más buscan permanecer apartados. Aunque más de uno participa en la militarización que comienza en 1806, su prestigio no proviene del lugar que ocupan en los cuerpos milicianos, sino de su veterana en las tentativas de organizar, frente a la prevista crisis imperial, grupos de opinión capaces de enfrentarla sin desconcierto y con nociones ya preparadas sobre lo que cabía hacer.
cliques peninsulares que le habían disputado con éxito el primer lugar en Buenos Aires y esa reticencia frente al compromiso político, tiene sus ventajas: evitaba vientos de fronda demasiado violentos. Esa clase alta, si no se incorpora como grupo a la revolución es entre otras cosas, porque ya es incapaz de actuar como tal. ¿Y al acercarse a ella los dirigentes revolucionarios, no corren el riesgo de hacer suya su capacidad de dividirse en bandos rivales? He aquí una razón adicional para que a los ojos de un grupo dirigente, el problema principal sea el de su disciplina interna. Ese problema pasa a primer plano en la conducción. Vista retrospectivamente la lucha que separó a los morenistas de los saavedristas, parecía ofrecer la primera lección sobre los peligros de la división en la dirección revolucionaria; la formación en marzo de 1811 de un club político morenista marcó el comienzo de un nuevo estilo de politización. No tenía por función ampliar el número de los porteños políticamente activos, sino organizar a los que de entre ellos ya se oponían o podían ser llevados a oponerse a la tendencia moderada en el poder. Luego de una breve persecución a manos de sus adversarios, el club es reivindicado: el 13 de enero de 1812, resurge con el nombre de Sociedad Patriótica. En octubre de 1812 alcanzó su victoria cuando un movimiento del ejército ya profesionalizado barrió a los herederos indirectos y escasamente leales del saavedrismo encabezados por Rivadavia y Juan Martín de Pueyrredón. Pero esa vindicación de la Sociedad Patriótica, marcó a la vez que el punto más alto de su poder, el surgimiento de su rival: la Logia. No se distinguía ésta de la Sociedad Patriótica, ni por sus tendencias ni por sus dirigentes, era su función en el sistema político la que marcaba una diferencia. Ya no se trataba de dar mayor firmeza de opiniones al entero sector políticamente activo; se buscaba más bien dar una unidad táctica a los dirigentes de este sector. No parece haber dudas sobre los propósitos de la Logia: asegurar la confluencia plena de la revolución en una más vasta revolución hispanoamericana, republicana e independentista. En este aspecto la Logia retoma la tradición morenista pero esa orientación no torna menos complejas las situaciones que el poder revolucionario debe enfrentar, en particular dos: un problema era la disidencia Litoral, favorecida por el uso de apoyos locales en la lucha contra el baluarte realista de Montevideo que había dado a estos apoyos fuerza suficientes para resistir las tentativas de subordinarlos al poder central. El otro era la inesperada marea de la restauración, que comenzaba a cubrir a Europa. Si la fe revolucionaria y republicana tenía muy poco que decir frente a los problemas de la disidencia Litoral, era directamente puesta en entredicho por los avances antinapoleónicos en Europa; para sobrevivir, debía aprender de nuevo a disimular. La Constituyente, no dictará Constitución alguna, no proclamará la independencia, se reunirá cada vez menos, la transición de la Sociedad Patriótica a la Logia no había significado sólo un nuevo estrechamiento del poder, sino un cambio de acento. Del esclarecimiento ideológico, que seguía siendo el objetivo declarado de la primera, a la manipulación de influencias con vistas a efectos políticos, que era la finalidad de la segunda. Con Alvear mejor organizado que nunca para su primera tarea, la de conservar el poder, el grupo revolucionario, no se halla por eso mejor integrado a la sociedad urbana. La mayor disciplina interna, no bastaba para eludir los peligros implícitos en ese aislamiento. La facción alvearista no tenía demasiadas razones para temer reacciones en la capital; aun así, tenía la necesidad de buscar algún apoyo. Dicho apoyo no podía llegar sino del ejército. El alvearismo, sacó a la guarnición de la planta urbana de la capital, la concentró en un campamento de las afueras, desde donde esos hombres,
aislados de cualquier agitación ciudadana y comandados por oficiales de segura lealtad, debían asegurar al gobierno, contra cualquier sorpresa. Pero esa guarnición, no era todo el ejército ni la capital la entera área revolucionaria. En 1814 siendo aún Director Posadas, Alvear, tras de su retorno triunfal de Montevideo, parte hacia el Ejército del Norte para reemplazar a Rondeau. El cuerpo de oficiales se niega a recibirlo, y el héroe de Montevideo debe emprender una poco gloriosa retirada. En Cuyo San Martín que se niega a encuadrarse en el mecanismo de control dominante en Buenos Aires se ha hecho peligroso; es enviado un reemplazante e igualmente rechazado por el Cabildo mendocino. En esas condiciones, la elevación de Alvear a Director Supremo, es una medida de emergencia. Es la activa resistencia litoral la que conduce a la crisis final del alvearismo. A lo largo de 1814 y 1815 la disidencia se extiende de la Banda Oriental a Entre Ríos, Corrientes y Santa Fe; las tentativas de detenerla por la fuerza no son felices; Alvear desde enero de 1815 decide emplear a una parte de su guarnición de la capital en enfrentar la avanzada federal que ha vuelto a apoderarse de Santa Fe, es precisamente la vanguardia de esa expedición la que se subleva en Fontezuela. ¿Por qué cayó el alvearismo? En parte es consecuencia de la concentración del poder, la facción podía mantener su hegemonía mientras su política fuese inequívocamente exitosa. En la ciudad es Miguel Estanislao Soler, quien da el golpe de gracia contra el alvearismo; fue traición si se quiere pero éste sólo actúa cuando el cabildo ha comenzado ya su reacción ofensiva contra Alvear y la opinión pública urbana ha comenzada a hacer de los capitulares sus paladines contra lo que ya se denomina la tiranía del Director Supremo. La caída del alvearismo, se debe sustancialmente a los reveses que enfrenta, los una política que es previa al triunfo del alvearismo. Para Alvear y sus adictos, el fracaso de esa política, es sobre todo consecuencia de los avances mundiales de la contrarrevolución. En consecuencia, la facción dominante estaba dispuesta a abjurar progresivamente de su credo revolucionario que aparecía ahora como una aventura condenada de antemano. Al lado del problema exterior, el interno había revelado toda su gravedad; la revolución había agotado sus posibilidades a lo largo de cinco años; utilizando la fuerza como el máximo argumento en política interior. Había terminado por hacer del ejército su instrumento político por excelencia. La caída de Alvear bajo los golpes de un ejército destinado a combatir la disidencia litoral, no hace sino subrayar hasta qué punto era en las áreas sometidas a su dominio, no en su capital, donde se decidía la suerte del poder revolucionario. D) FIN DE LA REVOLUCIÓN Y PRINCIPIO AL ORDEN El derrumbe de 1815 parece imponer en el país, una doble reconciliación con un mundo cada vez más conservador. Pero al mismo tiempo parece exigir cambios sustanciales: en el país, sobre todo en el interior, las resistencias parecían brotar sobre todo contra las tentativas de cambiar demasiado radicalmente el orden prerrevolucionario. No sólo los ataques a la fe heredada, sino también los intentos de romper el equilibrio entre las castas, contaban entre los errores que habían llevado a la catástrofe en que culminó el avance hacia el Alto Perú. Cuando el restaurado poder nacional promete dar fin a la revolución y principio al orden, espera hacerse grato también a un público menos remoto que el de las chancillerías. Es necesario poner el poder político de los titulares del poder económico. Aun si la parte de estos en el manejo de la conducción revolucionario, no aumenta, su gravitación es indiscutiblemente mayor que hasta 1815. Esa reorientación política es tanto más impresionante porque no se da acompañada de una sustitución demasiado amplia del personal político revolucionario. Los herederos inmediatos del poder durarán
La guerra hace imposible el retorno al orden; sólo cuando se le ponga fin, podrá darse por verdaderamente clausurada la etapa revolucionaria. La relación entre la dirección política y la elite social sigue entonces, como antes de 1816, siendo problemática; y el apoyo de los sectores populares se ha enfriado considerablemente. [Tulio Halperin Donghi, Revolución y guerra , Siglo XXI, Buenos Aires, 1972]