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Construcción del concepto de constitución
Tipo: Monografías, Ensayos
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El hecho que los hombres que abrieron en su día el proceso de alumbramiento del mundo contemporáneo en que hoy vivimos no fueran inicialmente conscientes de la significación de la titánica labor que acometían y del esfuerzo colosal que iba a exigirles, a ellos y a sus descendientes, la culminación de tal labor, no resta un ápice de trascendencia a sus afanes y proyectos: «El concepto moderno de revolución -ha escrito Hannah Arendt- unido inextricablemente a la idea de que el curso de la historia comienza súbitamente de nuevo, que una historia totalmente nueva, ignota y no contada hasta entonces, está a punto de desplegarse, fue desconocido con anterioridad a las dos grandes revoluciones que se produjeron a finales del siglo XVIII. Antes que se enrolasen en lo que resultó ser una revolución, ninguno de sus actores tenía ni la más ligera idea de lo que iba a ser la trama del nuevo drama a representar» (H. Arendt, 1988, p. 29). Muy pronto, sin embargo, tanto los actores como los espectadores de la revolución entenderían la radical novedad de lo que estaba sucediendo: así lo expresaban, por ejemplo, el diputado francés François-Antoine Boissy D Anglas, cuando afirmaba solemnemente ante la Convención Nacional, el 17 de abril de 1793, que «estamos en el día del caos que debe preceder a la creación» o su compatriota, el publicista Pierre Simon Ballanche, quien escribía más adelante, ya mediada la Restauración, que «hemos llegado a una edad crítica del espíritu humano, a una época de cierre y de renovación» y que, en consecuencia, «somos comparables a los Israelitas en medio del desierto». Del otro lado del Atlántico, en Norteamérica, la reflexión sería similar: John Adams, uno de los grandes líderes de la Independencia y de la fundación de la nueva nación americana, tras afirmar en relación con tales acontecimientos que sus protagonistas «habían acudido sin ilusión y se habían visto forzados a hacer algo para lo que no estaban especialmente dotados», reconocerá, sin embargo, con toda claridad que «la revolución fue comenzada antes de que la guerra comenzase».
Las revoluciones francesa y norteamericana, que en todos los campos y en todos los sentidos desplegarían su importancia en la «historia universal», darán lugar así, entre otros muchos fenómenos absolutamente nuevos, al nacimiento de la Constitución. Las palabras proceden ahora de Georg Wilhelm Friedrich Hegel: «Los principios de estas revoluciones son principios de la razón, pero establecidos solamente en su abstracción y que por tanto resultan fantásticos y polémicos frente a todo lo existente», afirmaba el profesor de Jena,
en la afirmación, desde los momentos inmediatamente posteriores al triunfo revolucionario y a la aprobación del texto supremo de 1787, de la consideración de la Constitución como una norma jurídica, con todas las importantísimas consecuencias que ello iba a implicar. Entre otras, y de modo muy fundamental, la de la afirmación de instrumentos de naturaleza netamente diferente para garantizar, en uno y otro modelos, la defensa y protección de la Constitución.
Aunque, como acabo de apuntar, las páginas que siguen no pretenden otra cosa que abordar las líneas esenciales del proceso que condujo en Norteamérica y en Francia a la configuración de dos conceptos de Constitución que habrán de tener, hacia el futuro, una importancia decisiva en la conformación, a largo plazo, del derecho público de todos los Estados del occidente democrático, no quiero, sin embargo, cerrar este primer apartado casi introductorio sin dejar constancia del hecho de que la problemática que se apunta en los momentos iniciales del propio ciclo revolucionario, que no es otra en el fondo que la de cómo defender la integridad del texto constitucional de los ataques de naturaleza diferente de los que aquel puede ser objeto, habrá de continuar gozando de vigencia a lo largo de las dos centurias subsiguientes a la revolución. Según ha observado Pedro de Vega, en el proceso histórico de defensa de la Constitución son observables diversas etapas, la primera de las cuales, coincidente con la fase cronológica del constitucionalismo revolucionario , es la que ahora abordaremos. Tras ella y como una de las diversas consecuencias del doctrinarismo liberal, que condiciona la apertura de lo que el propio De Vega ha denominado «un utopismo constitucional mágico» (P. de Vega, 1979), la problemática de la protección de la Constitución, es decir, de su valor , quedará en un estado de latencia hasta que la crisis del Estado liberal de derecho que se produce en los últimos compases del siglo XIX y los primeros del presente vuelva a ponerla, nuevamente, en primer plano.
Ciertamente, el proceso histórico que se desenvuelve de uno y otro lado del Atlántico en el último tercio del siglo XIX y en el primero del XX, constituye, a mi juicio, una segunda etapa, de significación extraordinaria, y de coherencia material indiscutible, para acercarse a la cuestión del valor de la Constitución, o,
por formularlo de otro modo, a la de sus instrumentos de defensa. Por una parte, en Norteamérica, y en coincidencia con una política, desconocida hasta la fecha, de intervencionismo estatal en el desarrollo de la vida económica y social, se asistirá a un relanzamiento del activismo judicial , cuyo carácter marcada y empecinadamente conservador provocará graves conflictos y volverá a colocar en el centro de los debates jurídicos y político-constitucionales la temática de la legitimidad del control judicial de la constitucionalidad. Baste en tal sentido con
recurrir a la lectura de una obra que ya se ha convertido en clásica, la de Edouard Lambert ( Le gouvernement des juges et la lutte contre la législation sociale aux États-Unis. L’expérience américaine du controle judiciaire de la constitutionnalité des lois. París, 1921), para comprender la extraordinaria trascendencia de lo sucedido en Norteamérica entre la década de los noventa del siglo XIX y las dos primeras del presente.
Por otra parte, del otro lado del Atlántico, en Europa, toda una serie de complejísimos fenómenos políticos más o menos íntimamente interrelacionados entre sí -la caída de los regímenes monárquicos convertidos en Repúblicas o, en su caso, la progresiva marcha de los mismos hacia la parlamentarización; la apertura del campo político de la mano de la extensión del derecho de sufragio y, en combinación con ella, la consolidación de los primeros partidos políticos de masas como fundamentales elementos vertebradores de la vida política e institucional; o, el cambio en el tradicional equilibrio de poderes que había caracterizado durante el siglo XIX a las monarquías constitucionales, como consecuencia de la fusión política entre poder ejecutivo y poder legislativo típica del parlamentarismo, por citar sólo los fundamentales- trajeron como consecuencia que el principio clásico de separación de poderes , en el que los europeos habían confiado durante todo el siglo XIX como respuesta frente a los problemas derivados del control del poder del Estado -y, por tanto, de las formas de protección del orden constitucional-, se convirtiese en totalmente insuficiente para hacer frente a los retos inéditos que imponía la nueva situación.
Ello iba a determinar la reapertura en el continente europeo, ahora con más ímpetu y mucho mayores consecuencias desde el punto de vista del debate constitucional -tanto en el ámbito político , como en el doctrinal -, de la polémica
sobre los instrumentos de defensa de la Constitución, cuyos más significativos episodios podrían detectarse en el debate doctrinal que enfrenta a Carl Schmitt y a Hans Kelsen y, sobre todo, en la apertura de un auténtico proceso de regulación constitucional -modélicamente estudiado por Pedro Cruz Villalón en su obra sobre La formación del sistema europeo de control de la Constitucionalidad (1918-1939) -, que iba a conducir, como el propio Cruz Villalón ha subrayado, al paso de la Constitución «orgánica» a la Constitución «material» y al paso de la «garantía política » a la «garantía jurisdiccional » de la Constitución. En todo caso debe señalarse que los acontecimientos referidos más arriba en relación con Norteamérica no dejarían de tener importantes consecuencias en el debate europeo sobre el control de la constitucionalidad y la defensa de la Constitución. No puede considerarse, en tal sentido, en absoluto casual, que algunas de las obras doctrinales más influyentes en Europa sobre
Segundo Tratado sobre el Gobierno Civil hasta la posterior formulación canónica de Montesquieu en Del espíritu de las leyes , el principio pasará a ser clave de arco del edificio político que se construirá tras el derrumbamiento de las instituciones del Antiguo Régimen: el artículo 16 de la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano , -según el cual, como es ya archiconocido, toda sociedad donde la garantía de los derechos no está asegurada ni determinada la separación de poderes no tiene Constitución- es mucho más que una constatación de la importancia del principio: es una afirmación solemne de la consustancialidad entre la Constitución y la defensa de la libertad y de la imposibilidad de esa defensa -y de la protección de la Constitución misma como orden de derechos- si los poderes que nacen con la revolución se concentran en unas mismas manos y no permanecen separados.
Tal centralidad resulta, por otro lado, fácil de explicar. Aunque los monarcas absolutos habían dirigido a lo largo de casi dos centurias un proceso de progresiva concentración da facultades de control y de dominación política, lo cierto es que tal proceso quedaría inacabado, pues su culminación resultaba contradictoria con la propia constitución social del absolutismo. Ello determina que a la postre el Estado liberal sea el primer poder absoluto de la historia, el primero que no admite competidores, lo que no significa, por supuesto, «que sea un poder cuyo contenido el mismo determina arbitraria y caprichosamente. La soberanía del Estado indica exclusivamente que las competencias del poder estatal no pueden ser delimitadas a priori , porque no hay otros centros de poder que sustraigan determinadas esferas al poder del Estado» (J. Pérez Royo, 1980, p. 43). Ese carácter absoluto de la nueva forma política alumbrada por la revolución, ese «poder central inmenso que ha atraído y absorbido en su unidad todas las parcelas de autoridad y de influencia que estaban antes dispersas en una multitud de poderes secundarios, de estamentos, de clases, de profesiones, de familias y de individuos y como esparcidas por todo el cuerpo social», -según la describirá magistralmente Tocqueville en El Antiguo Régimen y la Revolución -, puede convertirse en un instrumento de opresión desconocido en la historia de la evolución humana.
Un peligro éste del que los propios contemporáneos son conscientes plenamente, como lo demuestran las reflexiones que realiza Montesquieu a partir de la experiencia de la Revolución Gloriosa de 1688 en Inglaterra. En el célebre Capítulo IV del Libro II Del espíritu de las leyes el gran publicista francés apuntará las graves consecuencias que podrían derivarse de la supresión de los poderes intermedios cuya presencia caracteriza a las monarquías absolutas feudo-estamentales: «En ciertos Estados de Europa algunos han creído abolir
todas las justicias señoriales sin darse cuenta de que querían hacer lo que hizo el Parlamento inglés. Si abolimos las prerrogativas de los señores, del clero, de la nobleza y de las ciudades de una Monarquía, pronto tendremos un Estado popular o un Estado despótico». Tras ello, el propio autor apunta con descarnado realismo que allí donde tal proceso de supresión ha sido acometido, en Inglaterra, la libertad es un bien inapreciable, pues su pérdida podría tener unas consecuencias desconocidas en cualquiera de las monarquías absolutas existentes cuando escribe Montesquieu: «Para favorecer la libertad los ingleses han suprimido todas las potencias intermediarias que formaban su monarquía. Tienen razón conservando la libertad ya que, si la perdieran, serían uno de los pueblos más esclavos de la tierra».
La garantía frente al peligro que supone ese nuevo poder de naturaleza desconocida hasta la fecha, un poder que ha concentrado en su interior todas las facultades de control y de dominación política que permanecían hasta entonces dispersas en la sociedad, no puede ser otra, por lo tanto, que su división interna , es decir que su organización de un modo tal que, como afirmaría el propio Montesquieu, «por la disposición de las cosas, el poder frene al poder». Desde el primer momento, y según ha apuntado con razón Gaetano Silvestri, el problema de la separación de poderes no se iba a plantear, en consecuencia, como un problema lógico - jurídico sino como un problema político - práctico (G. Silvestri, 1984, p. 61). Un problema político-práctico cuya solución dependerá, por ello, en cada caso, de las concretas condiciones históricas en que el mismo haya de abordarse: como es de todos conocido, las de América y las de Francia, cuando de uno y otro lado del Atlántico se abre el ciclo revolucionario, eran lo suficientemente diferentes como para que la forma de enfrentarse a la cuestión de la separación de los poderes del Estado fuera asimismo muy distinta.
«¿Quién se atrevería a comparar -escribiría Tocqueville en La democracia en América -, la guerra de América con las guerras de la Revolución Francesa y los esfuerzos de los americanos con los nuestros cuando Francia, expuesta a los ataques de toda Europa, sin dinero, sin créditos, sin aliados, lanzaba a la vigésima parte de su población delante de sus enemigos mientras sofocaba con una mano el incendio que devoraba sus entrañas y movía a su alrededor la otra con la tea?». El contraste entre la situación francesa y la norteamericana no se
derivaba únicamente, en todo caso, como expresan las palabras referidas del filósofo de Verneuil, de la diferente coyuntura en que se producen sus revoluciones respectivas. El contraste era mucho más profundo. Pero serán de nuevo las reflexiones de Tocqueville el mejor modo de captarlo. Al referirse en la
Entre ellas, y como obstáculo primordial, la barrera institucional que en Europa se iba a derivar de la necesidad de transformar en titulares de órganos constitucionales del Estado a los antiguos monarcas absolutos. Así las cosas, mientras que en el Viejo Continente el fin de la separación de los poderes sería prevalentemente el de repartir entre viejos y nuevos sujetos políticos las diferentes actividades constitutivas del funcionamiento del Estado, lo que explica la constitucionalización de ejecutivos dualistas , con la configuración de un órgano, la Jefatura del Estado, destinado a dar cobijo, transformándolo, al antiguo soberano, el punto de partida de la experiencia de los Estados Unidos
será muy diferente. La ausencia de un monarca absoluto al que se debiera encajar , política y jurídicamente, en el nuevo esquema constitucional de los poderes estatales, permitirá a los norteamericanos no sólo configurar un ejecutivo monista , sino también optar por hacer derivar el poder de tal órgano estatal de la misma fuente de la que se había hecho derivar la legitimidad del poder legislativo: de la soberanía popular. Es decir, y por expresarlo de forma muy sucinta, les permitirá convertir a los dos órganos centrales determinadores de la dirección política estatal en órganos democráticamente legitimados.
James Madison, uno de los Padres Fundadores de la nueva nación americana, dejará clara constancia en El Federalista del contraste entre América y Europa al que me vengo refiriendo, es decir, del auténtico salto cualitativo existente entre el gobierno de las monarquías y el de las repúblicas. Según Madison, la situación es bien distinta «en un gobierno en el que amplias y numerosas prerrogativas están depositadas en las manos de un monarca hereditario», gobierno en el que, según el publicista norteamericano, «el órgano ejecutivo es justamente observado como fuente posible de peligros y consecuentemente vigilado con todo el celo que inspira el entusiasmo por la libertad», y en un gobierno republicano en el que también el poder ejecutivo procede de la legitimidad democrática: «En una República representativa en donde los poderes del titular del ejecutivo están limitados, tanto en lo relativo a su extensión como a su duración, y donde el poder legislativo es ejercido por una asamblea, que, inspirada por su supuesta influencia sobre el pueblo, tiene una intrépida confianza en su propia fuerza -una asamblea que es suficientemente numerosa como para sentir todas las pasiones que agitan a la multitud, pero no tanto como para ser capaz de perseguir el objeto de sus pasiones por los medios que prescribe la razón- el pueblo deberá dirigir su celo y utilizar todas sus precauciones contra las tentativas ambiciosas de este órgano».
El punto de partida en el constitucionalismo europeo continental será del todo diferente, contradictorio incluso, en la medida en que en él el parlamento se
configura justamente como la garantía de pervivencia del propio sistema constitucional. «El parlamento liberal -ha escrito Pérez Royo- era sobre todo un órgano de defensa de la sociedad frente a un Estado sustancialmente autónomo. De ahí que la Constitución lo configurase como titular de derechos de los que podía hacer uso como estimase oportuno sin control de ningún tipo» (J. Pérez Royo, 1995). Los constituyentes gaditanos habían de expresarlo en España, por boca del Divino Argüelles, con una claridad que no es fácil que encuentre paragón. Cuando se discutía uno de los preceptos del texto de 1812 por los que se disponía el automatismo en la reunión de Cortes -automatismo que impedía que la misma dependiese, en consecuencia, de la voluntad del Rey- el diputado afirmaría que tal artículo era «la clave de todo el edificio constitucional». El propio Argüelles explicaría en un discurso vibrante, como en él era habitual, las razones en que se basaba tan radical y solemne afirmación: «Examínense las facultades de las Cortes y las señaladas al poder del Rey, y se verá que aquellas exigen el constante ejercicio y vigilancia de la representación nacional; éstas el incesante desvelo de un gobierno que debe ocuparse con preferencia en objetos de reconocida urgencia y naturaleza muy diferente. Las leyes, Señor, aunque estén dictadas por la misma sabiduría no hacen más que la mitad de la obra. Su observancia es el fundamento de la prosperidad pública, y sólo puede asegurarse por medio de un cuerpo permanente que tenga a su cuidado el reclamarla. Tal es la reunión anual de las Cortes. Todo lo demás es inútil, es ineficaz, engañarse la Nación y prepararse a sí misma la ruina de la ley fundamental, único baluarte en que libra su independencia y libertad ».
Como a continuación trataremos de explicar, concepciones tan distintas, sólo entendibles a partir del dato de las muy diferentes situaciones de partida en que se produce la revolución en América y en Francia -tanto desde una perspectiva coyuntural, como desde una visión más decisivamente estructural- iban a dar lugar a una muy desigual configuración del concepto de Constitución, es decir, a una muy diferente afirmación en relación con su valor -con su
alcance y significación, como antes apuntábamos- bien desde el punto de vista político, bien desde una óptica jurídica. A dar cuenta de la relación existente entre el proceso que hasta ahora se ha descrito y el de afirmación que acaba de apuntarse están dedicados los dos epígrafes siguientes.
La Constitución norteamericana de 1787 presenta un doble interés desde el punto de vista de su significación a la hora de proceder a definir el valor
En conclusión, y por expresarlo con toda concisión, en el desarrollo de la experiencia revolucionaria norteamericana todo apuntaba en el sentido coincidente de situar en primer plano la cuestión de la limitación del poder legislativo, es decir, la cuestión de la limitación del poder del órgano encargado de la función legislativa del Estado. El esquema de separación de poderes, y la reflexión política en que el mismo se basaba, encerraba, en consecuencia, lo que podríamos llamar las condiciones de necesidad que iban a exigir el otorgar un determinado valor a la Constitución como medio para someter a límites precisos
a uno de los poderes constituidos del Estado. Y ello porque entre los medios que los Padres Fundadores del constitucionalismo americano concibieron para hacer frente a esa indeseable posibilidad de un eventual abuso democrático se incluyeron, junto con otros mecanismos -como el veto presidencial o la estructura federal del poder territorial-, el de la intervención del poder judicial como instrumento de control del poder legislativo. Alexander Hamilton lo expresara con meridiana claridad en El Federalista : «Pero no es sólo como vía para prevenir las infracciones de la Constitución como la independencia judicial puede constituir una salvaguardia contra los efectos de los malos humores que pueden producirse ocasionalmente en la sociedad. En algunos casos, éstos no se extienden más allá de perjudicar en sus derechos a determinadas clases de ciudadanos particulares, por medio de leyes injustas y parciales. También aquí la firmeza de la magistratura tiene una gran importancia para mitigar la severidad y limitar los efectos de tales leyes».
Si la reflexión de los Padres Fundadores sobre la separación de los poderes y la exigencia subsiguiente de mantener los derechos de las minorías encerraba las condiciones de necesidad del otorgamiento de un determinado valor a la Constitución, el segundo de los elementos antes mencionados -la previsión de un procedimiento especial de reforma constitucional- generaría, por su parte, sus condiciones de posibilidad. ¿Cuál iba a ser, en tal sentido, desde
el momento mismo de aprobación de la Carta de Filadelfia, la virtualidad constitucional -es decir, la significación desde el punto de vista de la teoría general de la Constitución- del establecimiento de un procedimiento especial de reforma de la Constitución? Aunque en respuesta a tal pregunta no podemos entrar aquí en un estudio detenido de la compleja problemática jurídica de la relación existente entre rigidez constitucional, exigencia de un procedimiento expreso de reforma y superioridad formal de la Constitución, a los efectos de este trabajo es suficiente con dejar constancia de que los constituyentes norteamericanos tuvieron plena conciencia de las consecuencias que deberían derivarse del hecho de que la Constitución estableciese un procedimiento
especial y, por tanto, expreso de reforma. Hamilton habría de expresarlo de forma sencilla y transparente en el nº 78 de El Federalista : «Aunque confío en que los partidarios de la Constitución que ha sido propuesta no estarán nunca de acuerdo con sus adversarios en poner en duda el principio fundamental del gobierno republicano que admite el derecho del pueblo a modificar o a abolir la Constitución establecida en cualquier momento en que la considere contradictoria con su felicidad, no debe inferirse de tal principio que los representantes del pueblo puedan violar justificadamente algunas de las previsiones de la Constitución, en cualquier momento en que una mayoría de sus electores de forma momentánea considerasen sus inclinaciones incompatibles con la Constitución existente; o que los tribunales deban considerarse en la obligación de aceptar las infracciones cometidas por tal causa, de la misma forma que no lo estarían si las mismas procedieran de las intrigas del cuerpo representativo. Hasta que el pueblo, por medio de una ley solemne y competente , haya anulado o cambiado la forma de gobierno establecida, estará
vinculado a la misma, tanto colectivamente, como desde el punto de vista individual; y ninguna presunción, ni incluso ningún conocimiento de los sentimientos del pueblo, puede justificar a sus representantes para apartarse de la Constitución antes de haberse aprobado tal ley».
A la vista de todas estas reflexiones de los Padres Fundadores podría
decirse que en la experiencia americana todo apuntaba en el sentido coincidente de afirmar la supremacía de la Constitución y, con ella, o mejor, para su eficacia práctica, en el de asentar el control de constitucionalidad. Si el miedo al legislador y la solemnidad formal de la Constitución generaban, respectivamente, las que hemos llamado condiciones de necesidad y de posibilidad del valor de la superioridad constitucional y del correlativo instituto del control, cabría pensar que el proceso por el cual acabó por asentarse un verdadero modelo americano fue un proceso pacífico y tranquilo, consecuencia natural de unas necesidades y unos principios indiscutibles por sí mismos. Las cosas ocurrieron en la realidad de manera bien distinta. No entraremos aquí, pues no es ese el objeto de estas páginas, en el estudio del proceso contradictorio y conflictivo que acabaría conduciendo -después de algunos antecedentes históricos que apuntaban decididamente en el sentido de otorgar un valor jurídico al texto constitucional-, al histórico pronunciamiento del juez Marshall en el celebérrimo Mandamus Case - Marbury v. Madison -. Baste con decir, a ese respecto, que por más que
la Convención de Filadelfia se clausurase sin una aceptación explícita en el texto constitucional de la institución de la judicial review , lo cierto es que mucho antes de que Marshall abriera, y en un cierto sentido podría decirse que cerrara , la cuestión, con su audaz decisión en el citado Mandamus Case , los propios
cuestión central que Hamilton aborda a lo largo de sus análisis, y que soluciona de una forma que determinará que su reflexión acabe por convertirse en un punto de referencia insoslayable en el proceso histórico de construcción del control judicial de la constitucionalidad.
La pregunta a la que el coautor de El Federalista comenzará por dar respuesta no es otra que la relativa a si la facultad de control del poder legislativo que se atribuye al judicial no convertirá a los magistrados en un poder sobrepuesto al parlamento. Esta cuestión -que, ciertamente, latirá siempre hacia el futuro en el debate posterior sobre la legitimidad de la judicial review -, será contestada por Hamilton con la argumentación de que los jueces no pueden, en el ejercicio de su función interpretadora de las normas, hacer otra cosa más que declarar nulas las leyes contrarias a la Constitución, pues esta nulidad se deriva de los propios principios que rigen todo sistema constitucional, es decir, todo sistema presidido por una ley fundamental : «Se argumenta -dirá Hamilton- que
una autoridad que puede declarar nulos los actos de otra debe ser necesariamente superior a aquella cuyos actos han sido declarados nulos. Como esta doctrina tiene gran importancia en todas las constituciones americanas, será conveniente una breve discusión sobre las bases en que se asienta». En tal discusión, que el publicista americano sostiene con los adversarios de la judicial review , Hamilton defenderá esa facultad de la magistratura no solo como una
consecuencia de la facultad general de los jueces para interpretar las leyes -de forma tal que afirmar que, cuando lo hacen, se están inmiscuyendo en el ámbito del poder legislativo, sería tanto como negar la posibilidad de que los jueces existiesen como órganos separados de los órganos legislativos- sino, y esto es lo más fundamental, como una necesidad derivada de la superioridad formal de la Constitución sobre las leyes: «No hay proposición que dependa de principios más claros que la que afirma que todo acto de una autoridad delegada, contrario al tenor del mandato bajo el cual se ejerce, es nulo. Por tanto, ninguna ley contraria a la Constitución puede ser valida. Negar esto sería tanto como afirmar que el diputado es superior al mandante; que el siervo es superior al amo; que los representantes del pueblo son superiores al propio pueblo; y que los hombres que actúan en virtud de apoderamiento pueden hacer no sólo lo que éste no permite, sino incluso lo que prohibe».
Aunque ya en esta reflexión apunta Hamilton a la cuestión de la superioridad de la Constitución sobre la ley como elemento explicativo del control de la constitucionalidad, el americano retomará más abajo la cuestión, ahora con una claridad argumental y una rotundidad justificadora que hacen innecesario cualquier comentario adicional por nuestra parte: «No es admisible la suposición
de que la Constitución haya tenido la intención de facultar a los representantes del pueblo para sustituir su voluntad por la de sus constituyentes. Es más racional suponer que los tribunales han sido concebidos como un cuerpo intermedio entre el pueblo y la legislatura, con la finalidad, entre otras, de mantener a aquélla dentro de los límites asignados a su autoridad. La interpretación de las leyes -continúa Hamilton- es propia y peculiarmente de la incumbencia de los tribunales. Una Constitución es de hecho una ley fundamental y así debe ser considerada por los jueces. A ellos pertenece, por lo tanto, determinar su significado, así como el de cualquier ley que provenga del cuerpo legislativo. Y si ocurriere que entre las dos hay una discrepancia, debe preferirse, como es natural, aquella que posee fuerza obligatoria y validez superiores; en otras palabras, debe preferirse la Constitución a la ley ordinaria, la intención del pueblo a la intención de sus mandatarios».
Es difícil expresarlo con mayor transparencia y sencillez. La superioridad de la Constitución sobre la ley y la consiguiente obligación del juez de aplicar el ordenamiento a partir de esa consideración fundamental es una consecuencia ineluctable de su superioridad formal , es decir, de la supremacía política de la
fuente de procedencia de la Constitución, en una palabra, del hecho de que ésta emana del poder constituyente, un poder, por definición, superior a los poderes constituidos y, entre ellos, al poder legislativo que ejerce el parlamento. Aunque la preexistencia de esta perfecta construcción jurídico-política no resta un ápice de mérito al juez Marshall en su papel de pionero de la judicial review of legislation bien está, en todo caso, reconocer que las bases teóricas que le permitirían su audaz pronunciamiento en Marbury v. Madison habían ya sido sentadas por los Padres Fundadores. Uno y otros, más una peculiar coyuntura de la historia que así vino a exigirlo, condicionarían la aparición y la posterior lenta afirmación de un modelo americano que se caracterizó en una palabra por la afirmación de la supremacía de la Constitución. El europeo que, a partir de la experiencia francesa analizaremos a continuación, se caracterizaría por el principio opuesto: el de supremacía de la ley. Nadie mejor que Tocqueville, que tras su viaje por América había comprendido como pocos la importancia de la judicial review en el funcionamiento del sistema constitucional estadounidense,
para explicar el por qué de ese contraste: «Sé que al negar a los jueces el derecho a declarar inconstitucionales las leyes -dejará escrito el publicista de Verneuilen La democracia en América - damos indirectamente al cuerpo legislativo el poder de cambiar la Constitución, pues no encuentra más barreras legales que lo detengan. Pero más vale conceder el poder de cambiar la Constitución del pueblo a unos hombres que representan imperfectamente las voluntades del pueblo que a otros que no se representan más que a sí mismos».
equilibrio: el veto suspensivo (en 1791) y la división bicameral del órgano legislativo (en 1795)- el constitucionalismo revolucionario fue decantando un modelo de división de poderes que acabará por concluir en la superioridad del parlamento y en el que no podía sino ser su correlato: la supremacía de le ley. Así las cosas, la superioridad política del parlamento y la supremacía jurídica de la ley no fueron sino, a la postre, las dos caras de una misma moneda, el anverso y el reverso de un único principio constitucional que acabará dando lugar, primero en el derecho público francés y luego, debido a su influencia, y durante largas décadas, en el derecho público europeo, a toda una serie de consecuencias en el ámbito de la teoría de la Constitución, una de las cuales debe destacarse por conformarse casi como la síntesis de todas las demás: me refiero a la negación del carácter normativo de la Constitución misma, es decir, a la fijación de su valor en el sentido en que me vengo refiriendo a tal concepto.
¿Cuáles fueron las proposiciones conformadoras de ese nuevo concepto de la ley que, llamado a tener tanta transcendencia, se expresaría con suma concisión desde el momento mismo del triunfo de la Revolución en el artículo 6º de la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano , según el cual la ley es la expresión de la voluntad general? Carré de Malberg las sintetizó en su día de forma magistral (R. Carré de Malberg, 1931, p. 17-18): en primer lugar, la afirmación de que aquélla tenía por fundamento la voluntad general y que, por tanto, no era sino la expresión de esa misma voluntad; en segundo lugar, la correlativa afirmación de que la voluntad general se expresaba por el cuerpo legislativo del Estado, en tanto que representante de la totalidad de los ciudadanos. La conjunción de una y otra afirmación iba a conducir indefectiblemente a la proclamación de la soberanía del propio órgano representativo nacional, en una palabra, a la proclamación final de la soberanía parlamentaria. De nuevo Carré de Malberg lo expresará de forma insuperable: «El sistema representativo que la Constitución ha erigido partiendo del principio de la soberanía nacional, se sustancia, en definitiva, en un sistema de soberanía parlamentaria. El parlamento era doblemente soberano: lo era, en primer lugar, frente a todas las autoridades, en la medida en que configuraba, frente a ellas, al pueblo con su poder derivado de la voluntad general; y lo era también, con absoluta realidad, frente al propio cuerpo de los ciudadanos, porque, como había dicho Siéyès, aquél no podía expresar su voluntad general más que por medio de la asamblea de diputados» (R. Carré de Malberg, 1931, p. 21-22).
Las palabras del abate no dejaban, en efecto, lugar a ningún género de dudas respecto de la relación entre la Nación y la Asamblea Nacional, que se hipostasiaban al servicio del proyecto de convertir a la segunda en único órgano
de expresión de la primera. En su célebre discurso de 7 de septiembre sobre el veto real, Siéyès se expresa en términos de una meridiana claridad respecto de esa identificación entre la voluntad general y la de los representantes: «Sé -dice al comienzo de su discurso- que a fuerza de distinciones de una parte, y de confusiones, por otra, hemos llegado a considerar la voluntad nacional como si pudiera ser otra cosa que la voluntad de los representantes de la Nación, como si la Nación pudiera hablar de otra manera que no fuese a través de sus representantes». En la misma línea de principios, se referirá más adelante a la Asamblea Nacional como «la única encargada de interpretar la voluntad general» y se preguntará retóricamente respecto de esta última, «¿Dónde puede estar, dónde puede ser reconocida tal voluntad, sino es en el seno de la propia Asamblea Nacional?» La respuesta a la pregunta de Siéyès podría encontrarse, por ejemplo, en las manifestaciones de Barère varios años más tarde, en 1793, cuando el diputado expresaba este principio fundamental del derecho público francés como algo ya políticamente inobjetable. «Es necesario no olvidar un principio, el de que sólo existe un único poder, el poder nacional, que reside en el cuerpo legislativo».
La concisa reflexión del diputado de Tarbes expresa a la perfección la base motriz fundamental determinadora de las relaciones entre los poderes del Estado y en concreto, y en relación con lo que ahora constituye nuestro centro de interés, entre el poder legislativo y judicial. Y ello porque habrá de ser esencialmente esa concepción política -que conduce, en el terreno de la práctica constitucional , al tránsito de la soberanía nacional a la soberanía parlamentaria -, el punto de partida necesario para abordar la problemática de la concreta plasmación del valor de la Constitución en el modelo liberal surgido de la Revolución francesa. Como seguidamente explicaré, la concepción de la ley como expresión de la voluntad general -o, lo que es políticamente equivalente, de la voluntad de la Asamblea Nacional- iba a producir muy importantes consecuencias en el ámbito más decisivo en el que se pone de relieve la eficacia de las leyes, es decir, en el de su aplicación por parte de los tribunales de justicia, y ello tanto en lo relativo a su interpretación como en lo referente a su aplicación por parte de los órganos conformadores del poder judicial del Estado.
Ciertamente, la primera manifestación fundamental del principio de la supremacía de la ley, y de su trasunto, el de la soberanía parlamentaria, se concretará en la creación de un instituto jurídico muy típico de toda la fase histórica de implantación en Francia del régimen constitucional: el conocido como référé législatif , así denominado porque en virtud del mismo se refería (remitía)
al poder legislativo la facultad última para interpretar el texto oscuro de una ley.