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El placer del texto de R. Barthes, Apuntes de Teoría Social

Roland Barthes. Texto completo

Tipo: Apuntes

2018/2019

Subido el 18/12/2019

rocio-muena
rocio-muena 🇦🇷

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Vista previa parcial del texto

¡Descarga El placer del texto de R. Barthes y más Apuntes en PDF de Teoría Social solo en Docsity!

En 1977, el Collège de France creó la cátedra de Semiología Literaria y designó como profesor titular a Roland Barthes por consejo de Michel Foucault. Desde entonces, lo que fue su Lección inaugural se ha convertido en parte de este texto clásico de permanente consulta.

Barthes examina en esta obra los efectos de la escritura sobre aquel que recorre el texto, algo que revolucionó a la crítica literaria, sorprendiendo tanto a las perspectivas conservadoras como a las radicales.

¿Qué gozamos del texto? Una razón táctica nos lleva a formular esta pregunta: es necesario afirmar el placer del texto contra las indiferencias de la ciencia y el puritanismo del análisis ideológico, pero también contra la reducción de la literatura a simple entretenimiento. Roland Barthes.

Título original: Le plaisir du texte & Leçon inaugurale de la Chaire de semiologie litteraire du College de France Roland Barthes, 1982 Traducción: Nicolás Rosa & Oscar Terán Editor digital: Titivillus ePub base r1.

El placer del texto

La única pasión de mi vida ha sido el miedo. HOBBES

Ficción de un individuo (algún M. Teste al revés) que aboliría en sí mismo las barreras, las clases, las exclusiones, no por sincretismo sino por simple desembarazo de ese viejo espectro: la contradicción lógica ; que mezclaría todos los lenguajes aunque fuesen considerados incompatibles; que soportaría mudo todas las acusaciones de ilogicismo, de infidelidad; que permanecería impasible delante de la ironía socrática (obligar al otro al supremo oprobio: contradecirse ) y el terror legal (¡cuántas pruebas penales fundadas en una psicología de la unidad!). Este hombre sería la abyección de nuestra sociedad: los tribunales, la escuela, el manicomio, la conversación harían de él un extranjero: ¿quién sería capaz de soportar la contradicción sin vergüenza? Sin embargo este contra-héroe existe: es el lector del texto en el momento en que toma su placer. En ese momento el viejo mito bíblico cambia de sentido, la confusión de lenguas deja de ser un castigo, el sujeto accede al goce por la cohabitación de los lenguajes que trabajan conjuntamente el texto de placer en una Babel feliz. ( Placer / goce : en realidad, tropiezo, me confundo; terminológicamente esto vacila todavía. De todas maneras habrá siempre un margen de indecisión, la distinción no podrá ser fuente de seguras clasificaciones, el paradigma se deslizará, el sentido será precario, revocable, reversible, el discurso será incompleto).

Si leo con placer esta frase, esta historia o esta palabra es porque han sido escritas en el placer (este placer no está en contradicción con las quejas del escritor). Pero ¿y lo contrario? ¿Escribir en el placer me asegura a mí, escritor, la existencia del placer de mi lector? De ninguna manera. Es preciso que yo busque a ese lector (que lo «rastree») sin saber dónde está. Se crea entonces un espacio de goce. No es la «persona» del otro lo que necesito, es el espacio: la posibilidad de una dialéctica del deseo, de una imprevisión del goce: que las cartas no estén echadas sino que haya juego todavía.

Me presentan un texto, ese texto me aburre, se diría que murmura. El murmullo del texto es nada más que esa espuma del lenguaje que se forma bajo el efecto de una simple necesidad de escritura. Aquí no se está en la perversión sino en la demanda. Escribiendo su texto, el escriba toma un lenguaje de bebé glotón: imperativo, automático, sin afecto, una mínima confusión de clics (esos fonemas lácteos que el maravilloso jesuita Van Ginnieken ubicaba entre la escritura y el lenguaje): son los movimientos de una succión sin objeto, de una indiferenciada oralidad separada de aquella que produce los placeres de la gastrosofía y del lenguaje. Usted se dirige a mí para que yo lo lea, pero yo no soy para usted otra cosa que esa misma apelación; frente a sus ojos no soy el sustituto de nada, no tengo ninguna figura (apenas la de la Madre); no soy para usted ni un cuerpo, ni siquiera un objeto (cosa que me importaría muy poco en tanto no hay en mí un alma que reclama su reconocimiento), sino solamente un campo, un fondo de expansión. Finalmente se podría decir que ese texto usted lo ha escrito fuera de todo goce y en conclusión ese texto- murmullo es un texto frígido, como lo es toda demanda antes de que se forme en ella el deseo, la neurosis.

La neurosis es un mal menor: no en relación con la «salud» sino en relación con ese «imposible» del que hablaba Bataille («La neurosis es la miedosa aprehensión de un fondo imposible», etc.); pero ese mal menor es el único que permite escribir (y leer). Se acaba por lo tanto en esta paradoja: los textos como los de Bataille —o de otros— que han sido escritos contra la neurosis, desde el seno mismo de la locura, tienen en ellos, si quieren ser leídos , ese poco de neurosis necesario para seducir a sus lectores: estos textos terribles son, después de todo , textos coquetos.

Todo escritor dirá entonces: loco no puedo, sano no querría, sólo soy siendo neurótico.

El texto que usted escribe debe probarme que me desea. Esa prueba existe: es la escritura. La escritura es esto: la ciencia de los goces del lenguaje, su kamasutra (de esta ciencia no hay más que un tratado: la escritura misma).

apuesta de un júbilo continuo, el momento en que por su exceso el placer verbal sofoca y balancea en el goce.

Flaubert: una manera de cortar, de agujerear el discurso sin volverlo insensato.

Es verdad que la retórica conoce las rupturas de construcción (anacoluto) y las rupturas de subordinación (asíndeton), pero por primera vez con Flaubert la ruptura deja de ser excepcional, esporádica, brillante, engastada en la vil materia de un enunciado corriente: no hay lengua más acá de esas figuras (lo que quiere decir, en otro sentido: no existe sino la lengua); un asíndeton generalizado se apodera de toda la enunciación de manera que ese discurso tan legible es, clandestinamente, uno de los más enloquecidos que se puedan imaginar: la pequeña moneda lógica está en los intersticios.

He aquí un estado muy sutil, casi insostenible del discurso: la narratividad está deconstruida y, sin embargo, la historia sigue siendo legible: nunca los dos bordes de la fisura han sido sostenidos más netamente, nunca el placer ha sido mejor ofrecido al lector —en tanto existe el gusto de las rupturas vigiladas, de los conformismos enmascarados y de las destrucciones indirectas—. Y aunque aquí el logro pueda ser remitido a un autor, se añade un placer de realización: la proeza es mantener la mimesis del lenguaje (el lenguaje imitándose a sí mismo), fuente de grandes placeres, de una manera tan radicalmente ambigua (ambigua hasta la raíz) que el texto no cae nunca bajo la buena conciencia (y la mala fe) de la parodia (de la risa castradora, de lo «cómico que hace reír»).

¿El lugar más erótico de un cuerpo no está acaso allí donde la vestimenta se abre? En la perversión (que es el régimen del placer textual) no hay «zonas erógenas» (expresión por otra parte bastante inoportuna); es la intermitencia, como bien lo ha dicho el psicoanálisis, la que es erótica: la de la piel que centellea entre dos piezas (el pantalón y el pulóver), entre dos bordes (la camisa entreabierta, el guante y la manga); es ese centelleo el que seduce, o mejor: la puesta en escena de una aparición-desaparición.

No se trata aquí del placer del strip-tease corporal o del suspenso narrativo. En uno y otro caso no hay desgarradura, no hay bordes sino un develamiento progresivo: toda la excitación se refugia en la esperanza de ver el sexo (sueño del colegial) o de conocer el fin de la historia (satisfacción novelesca). Paradójicamente (en tanto es de consumo masivo), es un placer mucho más intelectual que el otro: placer edípico (desnudar, saber, conocer el origen y el fin), si es verdad que todo relato (todo develamiento de la verdad) es una puesta en escena del Padre (ausente, oculto o hipostasiado), lo que explicaría la solidaridad de las formas narrativas, de las estructuras familiares y de las interdicciones de desnudez —reunidas todas entre nosotros— en el mito de Noé cubierto por sus hijos.

Sin embargo, el relato más clásico (una novela de Zola, de Balzac, de Dickens, de Tolstoi) lleva en sí una especie de tmesis debilitada: no lo leemos enteramente con la misma intensidad de lectura, se establece un ritmo audaz poco respetuoso de la integridad del texto; la avidez misma del conocimiento nos arrastra a sobrevolar o a encabalgar ciertos pasajes (presentados como «aburridos») para reencontrar lo más rápidamente posible los lugares quemantes de la anécdota (que son siempre sus articulaciones: lo que hace avanzar

el develamiento del enigma o del destino): saltamos impunemente (nadie nos ve) las descripciones, las explicaciones, las consideraciones, las conversaciones; nos parecemos a un espectador de cabaret que subiendo al escenario apresurara el strip-tease de la bailarina quitándole rápidamente sus vestidos, pero siguiendo el orden establecido, es decir: respetando por un lado y precipitando por el otro los episodios del rito (como un sacerdote que tragase su misa). La tmesis, fuente o figura del placer, enfrenta aquí los límites prosaicos: opone aquello que es útil para el conocimiento del secreto y aquello que no lo es; es una fisura producida por un simple principio de funcionalidad, no se produce en la estructura misma del lenguaje sino solamente en el momento de su consumo; el autor no puede preverla: no puede querer escribir lo que no se leerá. Y, sin embargo, es el ritmo de lo que se lee y de lo que no se lee aquello que construye el placer de los grandes relatos: ¿se ha leído alguna vez a Proust, Balzac o La guerra y la paz palabra por palabra? (El encanto de Proust: de una lectura a otra no se saltan los mismos pasajes).

Lo que me gusta en un relato no es directamente su contenido ni su estructura sino más bien las rasgaduras que le impongo a su bella envoltura: corro, salto, levanto la cabeza y vuelvo a sumergirme. Nada que ver con el profundo desgarramiento que el texto de goce imprime al lenguaje mismo y no a la simple temporalidad de su lectura.

Por lo tanto, hay dos regímenes de lectura: una va directamente a las articulaciones de la anécdota, considera la extensión del texto, ignora los juegos del lenguaje (si leo a Julio Verne voy rápido: pierdo el discurso y, sin embargo, mi lectura no está fascinada por ninguna pérdida verbal, en el sentido que esta palabra puede tener en espeleología); la otra lectura no deja nada: pesa el texto y ligada a él lee, si así puede decirse, con aplicación y ardientemente, atrapa en cada punto del texto el asíndeton que corta los lenguajes, y no la anécdota: no es la extensión (lógica) que la cautiva, el deshojamiento de las verdades, sino la superposición de los niveles de la significancia; como en el juego de la mano caliente, la excitación no proviene de un apuro por pleitear sino de una especie de estrépito vertical (la verticalidad del lenguaje y de su destrucción); es en el momento en que cada mano (diferente) salta sobre la otra (y no una después de la otra) cuando se produce el agujero y arrastra al sujeto del juego —el sujeto del texto—. Pero paradójicamente (en tanto la opinión cree que es suficiente con ir rápido para no aburrirse), esta segunda lectura aplicada (en sentido propio) es la que conviene al texto moderno, al texto-límite[4]. Leed lentamente, leed todo de una novela de Zola y el libro se caerá de vuestras manos; leed

rápido, por citas, un texto moderno, y ese texto se vuelve opaco, precluido[5]^ a vuestro placer: usted quiere que ocurra algo, pero no ocurre nada, pues lo que le sucede al lenguaje no le sucede al discurso : lo que «ocurre», aquello que «se va», la fisura de los dos bordes, el intersticio del goce, se produce en el volumen de los lenguajes, en la enunciación y no en la continuación de los enunciados: no devorar, no tragar sino masticar, desmenuzar minuciosamente; para leer a los autores de hoy es necesario reencontrar el ocio de las antiguas lecturas: ser lectores aristocráticos.

Texto de placer: el que contenta, colma, da euforia; proviene de la cultura, no rompe con ella y está ligado a una práctica confortable de la lectura. Texto de goce: el que pone en estado de pérdida, desacomoda (tal vez incluso hasta una forma de aburrimiento), hace vacilar los fundamentos históricos, culturales, psicológicos del lector, la congruencia de sus gustos, de sus valores y de sus recuerdos, pone en crisis su relación con el lenguaje.

Aquel que mantiene los dos textos en su campo y en su mano las riendas del placer y del goce es un sujeto anacrónico, pues participa al mismo tiempo y contradictoriamente en el hedonismo profundo de toda cultura (que penetra en él apaciblemente bajo la forma de un arte de vivir del que forman parte los libros antiguos) y en la destrucción de esa cultura: goza simultáneamente de la consistencia de su yo (es su placer) y de la búsqueda de su pérdida (es su goce). Es un sujeto dos veces escindido, dos veces perverso.

Sociedad de Amigos del Texto : sus miembros no tendrían en común (pues no hay forzosamente acuerdo sobre los textos de placer), más que sus enemigos: inoportunos de toda especie que decretan la preclusión del texto y de su placer, sea por conformismo cultural, por racionalismo intransigente (sospechando una «mística» de la literatura), sea por moralismo político, sea por crítica del significante, sea por pragmatismo imbécil, sea por frivolidad burlona, sea por destrucción del discurso, pérdida del deseo verbal. Tal sociedad no tendría ubicación, no podría moverse más que en plena atopía; sin embargo, sería una especie de falansterio, pues en él serían reconocidas las contradicciones (y por lo tanto se restringirían los riesgos de impostura ideológica), la diferencia sería observada y el conflicto quedaría marcado de insignificancia (siendo improductor de placer).

«Que la diferencia se deslice subrepticiamente hacia el lugar del conflicto». La diferencia no es lo que oculta o edulcora el conflicto: se conquista sobre el conflicto, está más allá y a su lado. El conflicto no sería otra cosa que el estado moral de la diferencia; cada vez (y esto se vuelve frecuente) que no es táctico (orientado a transformar una situación real) se puede señalar en él la frustración del goce, el fracaso de una perversión que se aplasta bajo su propio código y no sabe ya inventarse: el conflicto siempre está codificado, la agresión es el más gastado de los lenguajes.

Cuando rechazo la violencia rechazo el código que la impone (en el texto de Sade, fuera de todo código puesto que inventa continuamente el suyo propio y único, no hay conflictos: sólo triunfos). Gusto el texto porque es para mí ese espacio raro del lenguaje en el que toda «escena» (en el sentido doméstico, conyugal del término), toda logomaquia, está ausente. El texto no es nunca un «diálogo»: ningún riesgo de simulación, de agresión, de chantaje, ninguna rivalidad de idiolectos; el texto instituye en el seno de la relación humana —corriente— una especie de islote, manifiesta la naturaleza asocial del placer (sólo el ocio es social), hace entrever la verdad escandalosa del goce: que aboliendo todo imaginario verbal pueda ser neutro.

¿Cómo obtener placer en un placer relatado (aburrimiento de los relatos de sueños, de los relatos parcelados)? ¿Cómo leer la crítica? Una sola posibilidad: puesto que en este caso soy un lector en segundo grado es necesario desplazar mi posición: en lugar de aceptar ser el confidente de ese placer crítico —medio seguro para no lograrlo— puedo, por el contrario, volverme su voyeur , observo clandestinamente el placer del otro, entro en la perversión; ante mis ojos el comentario se vuelve entonces un texto, una ficción, una envoltura fisurada. Perversidad del escritor (su placer de escribir no tiene función ); doble y triple perversidad del crítico y de su lector y así al infinito.

Un texto sobre el placer sólo puede ser corto (así como se dice: ¿eso es todo?, es un poco corto ), porque el placer únicamente se deja decir en forma indirecta a través de una reivindicación (yo tengo derecho al placer), y por lo tanto no se puede salir de una dialéctica breve, en dos tiempos: el tiempo de la doxa , de la opinión, y el de la paradoxa , de la impugnación. Falta un tercer término distinto del placer y de su censura: ese término está postergado para más tarde, y en tanto se sujete al nombre mismo del «placer», todo texto sobre el placer será siempre dilatorio: será siempre una introducción a aquello que no se escribirá jamás. En forma similar a esas producciones del arte contemporáneo que agotan su necesidad inmediatamente después de ser vistas (puesto que verlas es comprender inmediatamente la finalidad destructiva con la que están expuestas: no hay en ellas ninguna duración contemplativa o deleitable), esta introducción sólo podría repetirse sin introducir nunca a nada.

El placer del texto no es forzosamente un placer de tipo triunfante, heroico, musculoso. Ninguna necesidad de arquearse. Mi placer puede tomar muy bien la forma de una

deriva[6]. La deriva adviene cada vez que no respeto el todo , y que a fuerza de parecer arrastrado aquí y allá al capricho de las ilusiones, seducciones e intimidaciones de lenguaje como un corcho sobre una ola, permanezco inmóvil haciendo eje sobre el goce intratable que me liga al texto (al mundo). Hay deriva cada vez que el lenguaje social, el sociolecto, me abandona (como se dice: me abandonan las fuerzas ). Por eso otro nombre de la deriva sería lo Intratable , o incluso la Necedad.

Sin embargo, si se la alcanzara, decir la deriva sería hoy un discurso suicida.

que aman el lenguaje (no la palabra): los logófilos, escritores, corresponsales, lingüistas; es por lo tanto posible hablar de los textos de placer (aquellos que no ofrecen ningún debate con la anulación del goce): la crítica se ejerce siempre sobre textos de placer, nunca sobre textos de goce : Flaubert, Proust, Stendhal son comentados inagotablemente; la crítica dice entonces el goce vano del texto tutor, el goce pasado o futuro: tienen que leer, yo he leído : la crítica es siempre histórica o prospectiva: el presente constatativo, la presentación del goce le está prohibida; su materia predilecta es la cultura, que es todo en nosotros salvo nuestro presente.

Con el escritor de goce (y su lector) comienza el texto insostenible, el texto imposible. Ese texto está fuera del placer, fuera de la crítica, salvo que sea alcanzado por otro texto de goce : no se puede hablar «del» texto, sólo se puede hablar «en» él, a su manera , entrar en un plagio desenfrenado, afirmar histéricamente el vacío del goce (y no repetir obsesivamente la letra del placer).

Toda una mitología menor tiende a hacernos creer que el placer (y específicamente el placer del texto) es una idea de derecha. La derecha, con un mismo movimiento, expide hacia la izquierda todo lo que es abstracto, incómodo, político, y se guarda el placer para sí: ¡sed bienvenidos, vosotros que venís al placer de la literatura! Y en la izquierda, por moralidad (olvidando los cigarros de Marx y de Brecht), todo «residuo de hedonismo» aparece como sospechoso y desdeñable. En la derecha, el placer es reivindicado contra el intelectualismo, la intelligentsia : es el viejo mito reaccionario del corazón contra la cabeza, de la sensación contra el raciocinio, de la «vida» (cálida) contra la «abstracción» (fría): ¿debe entonces el artista seguir el siniestro precepto de Debussy: «tratar humildemente de dar placer»? En la izquierda, el conocimiento, el método, el compromiso, el combate, se oponen al «simple deleite» (y sin embargo: ¿si el conocimiento mismo fuese delicioso ?). En ambos lados encontramos la extravagante idea de que el placer es una cosa simple , por lo que se lo reivindica o se lo desprecia. No obstante, el placer no es un elemento del texto, no es un residuo inocente, no depende de una lógica del entendimiento y de la sensación, es una deriva, algo que es a la vez revolucionario y asocial y no puede ser asumido por ninguna colectividad, ninguna mentalidad, ningún idiolecto. ¿Algo neutro? Es evidente que el placer del texto es escandaloso no por inmoral sino porque es atópico.