





























Prepara tus exámenes y mejora tus resultados gracias a la gran cantidad de recursos disponibles en Docsity
Gana puntos ayudando a otros estudiantes o consíguelos activando un Plan Premium
Prepara tus exámenes
Prepara tus exámenes y mejora tus resultados gracias a la gran cantidad de recursos disponibles en Docsity
Prepara tus exámenes con los documentos que comparten otros estudiantes como tú en Docsity
Los mejores documentos en venta realizados por estudiantes que han terminado sus estudios
Estudia con lecciones y exámenes resueltos basados en los programas académicos de las mejores universidades
Responde a preguntas de exámenes reales y pon a prueba tu preparación
Consigue puntos base para descargar
Gana puntos ayudando a otros estudiantes o consíguelos activando un Plan Premium
Comunidad
Pide ayuda a la comunidad y resuelve tus dudas de estudio
Descubre las mejores universidades de tu país según los usuarios de Docsity
Ebooks gratuitos
Descarga nuestras guías gratuitas sobre técnicas de estudio, métodos para controlar la ansiedad y consejos para la tesis preparadas por los tutores de Docsity
----------------- --------------- ----------------------
Tipo: Apuntes
1 / 37
Esta página no es visible en la vista previa
¡No te pierdas las partes importantes!
En oferta
Índice Portada Dedicatoria El león jardinero Mapa Notas Créditos
onozco a un león que tiene los ojos azules como el mar. Tal vez os parezca un poco extraño que un león no tenga los ojos del color de la miel dorada o de las castañas relucientes… Pero este león, que vive en mi corazón, es especial. Por eso quiero compartir su historia con vosotros, una historia que empezó en un rincón polvoriento y algo borroso de África al que llegué, exhausto y hambriento, un atardecer de otoño…
Todo empezó semanas antes, cuando el invierno asomó su nariz en Europa y empezaron las migraciones... Pero, ¡un momento! ¿Habéis oído hablar de las migraciones? Así se llaman los largos viajes que hacemos algunos pájaros para encontrar un lugar agradable en el que pasar el duro invierno. Los humanos que yo conozco no migran, calientan sus casas para resistir el frío. Yo en cambio recorro miles de kilómetros en bandada a través de mares y desiertos para pasar cada año el invierno en un lugar cálido y tranquilo. Y algunos os preguntaréis: ¿merece la pena volar miles de kilómetros para encontrar, durante sólo unos meses, un nuevo hogar? ¿Merece la pena soportar peligros y un gran cansancio? Ciertamente, muchos pájaros prefieren quedarse en casa sumidos en el invierno y esperan, pacientes y congelados, el regreso del buen tiempo y de la comida abundante. Pero yo, tras disfrutar de la primavera y del verano del norte, cuando el invierno asoma su frío aliento y mis pajarillos están al fin criados y han echado a volar, me siento libre y fuerte para volar paciente junto a cientos de miles de pájaros hacia los sabores, los olores y el calor de África. ¡Me estremezco sólo con recordarlos! A mitad de camino hacemos un largo y delicioso alto en una isla en medio del mar para recuperar fuerzas y engordar un poco antes de retomar el viaje. Y al fin, tras varias semanas más de vuelo, llegamos al sur de África, mi segundo hogar. Y es aquí, en esta llanura africana, donde empieza la historia que os quiero contar…
No podía con mi alma cuando llegamos a la llanura, al atardecer. ¡Estaba exhausto! Así que me acurruqué en el bosque de bambúes salvajes donde se había refugiado la bandada para reponer fuerzas hasta el día siguiente. La noche pasó veloz como un aleteo. Desperté, y con el frescor del amanecer llené mis ojos con la luz dorada de la llanura, bebí el agua del rocío y acallé el hambre con unos mosquitos sabrosos de patas largas que revoloteaban a ras de tierra.
¡Estaba impaciente! Os diré por qué. Tengo un nido en África, en un rincón de la pradera. Es un nido pequeño y discreto, un refugio perfecto porque, a menos que sepas mucho de nidos, no llama la atención y nadie lo ocupa. Estaba deseando encontrarlo, pero no creáis que encontrar un nido escondido en un árbol en una pradera inmensa es tarea fácil. En la llanura no hay calles ni direcciones, y aunque cada árbol y cada colina sean un poco diferentes a los demás, tardas en orientarte... Y es que cuando llegas a África después de la neblina apacible y monótona de los países del norte, te deslumbran la luz y la inmensidad y te sobrecogen los sonidos estridentes que atraviesan el aire caliente como las garras de un felino. Pero al cabo de unas horas, cuando el sol te atraviesa las plumas hasta calentarte los huesos y contemplas las nubes de extraños insectos que saben a gloria, ya sabes por qué has querido volar hasta aquí…
pradera y mandan mucho. Pues, justo debajo de la rama que alberga mi querido nido, dormía un león inmenso… ¿Qué podía hacer? ¿Quién iba a fiarse de un árbol a cuyos pies vivía un león gigante? Revoloteé nervioso alrededor de mi árbol sin atreverme a llegar hasta el nido. De haber entrado, ¿quién sabe si ese león hubiese podido trepar y atacarme? Preferí observar antes de arriesgarme, porque sé por experiencia que, a veces, si simplemente esperas y observas encuentras una solución. Y la solución llegó cuando el león al fin se desperezó, agitó su gran crin al viento y se alejó de mi árbol. Imaginad con qué alegría volé entonces hasta mi nido y con qué alivio me metí dentro. Durante horas, lo limpié y lo reparé. Ahora por fin sí que sentía que había llegado a casa para pasar unos meses cálidos y seguros.
Traía el pico lleno de pequeñas pajas doradas para tapar un agujerillo y darle así los últimos retoques al nido… ¡Y entonces ocurrió otra vez! Al acercarme a mi árbol vi que el león se había instalado allí de nuevo. Mis ánimos decayeron en ese momento: si un león regresa dos veces seguidas al mismo árbol, probablemente sea porque se ha encaprichado de ese árbol y lo considera su casa. Suspiré, solté las pajas y me posé en un árbol vecino para poder pensar tranquilo.
Ésta era la situación: mi árbol y mi precioso nido no eran sólo míos. Allí vivía también aquel gigantesco gato traicionero. Bien, ¿cuántas posibilidades había de que el león llegase hasta mi nido? ¿Qué pensáis vosotros? Yo, cuando estoy agitado, respiro hondo porque eso me tranquiliza. Así que respiré hondo. Entonces me di cuenta de que había pocas posibilidades de que ocurriese lo peor. El león era grande y el nido muy pequeño. Había que trepar para llegar hasta allí. Y aquel león, constaté, ya no era tan joven. Era un león de crin ciertamente magnífica pero un poco descolorida. Ese león ya habría vivido lo suyo. Habría reído y habría llorado, habría comido pájaros para bromear, habría trepado a las ramas bajas de los árboles para asustar algún mono travieso y sin duda habría tonteado con las leonas a lo largo y ancho de la llanura. Y ahora, ese león tenía seguramente mejores cosas en las que emplear su tiempo que en comerme a mí, un pajarillo desgarbado, silencioso y muy educado. Me animé además al percatarme de que, para poder hincarme el diente, el león tendría que zamparse el nido entero, que por cierto formaba una bola compacta de barro y ramitas secas y crujientes que me llenaba de orgullo, pero no podía creer seriamente que ningún león, sobre todo uno tan majestuoso y tranquilo como ése, quisiese llenarse la boca con un nido seco y duro.
para mí era la primera vez. Cuando mi león de ojos azules se desperezaba y dejaba vagar su mirada vigilante y profunda por la llanura, yo le contemplaba desde mi rama. Había que reconocerlo: el león era impresionante.
Con el paso de los días me fui dando cuenta de que mi león dormía menos de lo que suelen dormir los leones. Apenas hacía unas breves siestas reparadoras tras comer sus presas y después, en vez de seguir durmiendo o aseándose, desaparecía camino de la laguna. ¿Adónde iba? ¿A la laguna a beber? Nunca había visto un gato que bebiese tanto… Era extraño. Os preguntaréis por qué me interesaba yo de repente por la vida del león. ¿Es que no tenía nada mejor que hacer que espiar a un gato gigante? Bueno, algo de razón tenéis, pero ya sabéis lo fácil que es acostumbrarse a las cosas buenas. Ya no me deslumbraba tanto la luz de África. Había conseguido recuperar mi nido y mi rutina de cada año, beber el agua del rocío, cazar los sabrosos mosquitos de patas largas que tanto me gustan, revolotear por la llanura… Esa vida relajada, sin responsabilidades ni pajarillos que criar, me parecía muy agradable, claro, pero también, os lo he de confesar, un poco aburrida. Yo soy un pájaro observador y curioso. Y también, para qué negarlo, me sentía un poco solo. En África, excepto por las visitas diarias que hago a la bandada de pájaros que vive en los bambúes salvajes, no tengo amigos. En general no me importa demasiado, porque éstos son meses especiales en los que la vida que me rodea es tan exuberante que me divierto simplemente observándola. Pero los sentimientos, como la luz y los colores, brotan mucha fuerza en la llanura y nada me hubiese gustado más que compartirlos con un buen amigo...
Tal vez por eso, un día en que el desayuno había sido abundante y en que mi nido no necesitaba ningún cuidado, decidí seguir al león para intentar descubrir el misterio de sus desapariciones. Las leonas habían cazado bien aquella mañana y el león acababa de ponerse las botas desayunando debajo del árbol. Relamió sus enormes bigotes manchados, se tumbó pacíficamente a pleno sol y se quedó dormido. Le observé atentamente porque sabía que la primera siesta del día era siempre la más corta y que pronto, con un enorme bostezo que mostraría esos dientes afilados de los que tan orgulloso parecía estar, el león se pondría en marcha hacia quién sabe dónde… Decidí que, en ese momento, saldría volando tras él…
Europa, donde el agua es abundante. Pero los animales que se quedan en África me cuentan que hay años en que las lluvias son tan débiles y el verano tan largo que la laguna apenas ofrece más que un poco de barro donde se revuelcan los hipopótamos...
En fin, que revoloteando llegamos a la laguna, desierta a esas horas. Me posé sin ruido en una rama baja mientras el león levantaba su crin al aire y olfateaba. No se escuchaba ni un ruido, sólo el rumor del viento suave en las ramas y los grillos que cantaban a destajo. Entonces el león rebuscó tras unos matorrales hasta que sacó de allí un viejo cubo oxidado y, agarrando el asa por la boca, lo sumergió en el agua de la laguna. Cuando el cubo estuvo bien lleno, nos pusimos en camino de nuevo. El león arrastraba el cubo a través de los matorrales, un lugar donde yo nunca me aventuro porque esconde serpientes traicioneras y extraños ratones gigantes. Más allá de los matorrales, a lo lejos, al otro lado de la colina, a veces incluso retumban los disparos de los cazadores… Afortunadamente nos detuvimos mucho antes, en un pequeño claro en la colina.
Puedo cerrar los ojos y es como si estuviese allí, viéndolo. Era un lugar encantador pero algo insólito, como si lo hubiesen arrancado con esfuerzo al bosque de matorrales. Detrás de un murete blanco había un resto de jardín que probablemente había pertenecido a la casa en ruinas que se alzaba frente nosotros. Allí había vivido alguien hacía muchos años, alguien que había mimado aquel precioso pequeño jardín. Me refugié en la rama media de un tupido eucalipto plantado a la entrada del jardín y observé a cierta distancia mientras el león desaparecía tras el murete blanco… Aunque él estaba justo debajo de mi rama frondosa, no podía verle y estiraba el cuello para intentar seguirle con la mirada, cuando de repente se alzó su voz… —Ya he llegado —canturreó el león con una voz de barítono grave y algo ronca—. Ya estoy aquí, con vuestra agua…
¡Nunca, en todos mis años de vida, hubiese creído que un temible y gigantesco gato pudiese canturrear de aquella manera! Me erguí atónito. Pero lo más extraordinario llegó entonces, porque se alzó un coro de voces que llenaron el aire de suspiros y arrullos de
Podéis imaginarlo: esquivé el murete blanco pero caí de bruces entre las flores. Soy ligero y me hubiese escabullido sin ruido, pero me delató el chillido de una margarita blanca con la que tropecé. Retrocedí de un salto y me enredé en una trepadora de grandes flores moradas que me envolvió como una red. Lo reconozco, perdí los nervios, pié, agité las alas sin precaución alguna y me enredé cada vez más. Las flores, al verme hacer el ridículo, se echaron a reír sin ninguna consideración. Y de repente, una zarpa enorme se abatió a mi lado. Cerré los ojos aterrorizado porque creí que el león me iba a engullir de un bocado…, pero no pasó nada y, al entreabrirlos, vi que su cara enorme me observaba de cerca. Su aliento tibio me envolvía.
—¿Quién eres? —me dijo con un rugido soterrado—. ¿Por qué nos espías? Amigos, hubiese querido salir volando, pero estaba aterrado y atrapado. Sin embargo, un extraño pensamiento cruzó mi mente y me dio fuerzas: no debía de ser tan malo como parecía, aunque fuese gato, un león que segundos atrás había mirado con tanto cariño a aquel montón de flores polvorientas. —Estaba contemplando las flores… —pié con tono lastimero, pero no me dio tiempo a seguir.
—¿Has venido a molestar a mis flores? —interrumpió el león amenazante. —¡No! —protesté indignado—. ¡Si yo no como flores! Un coro de voces estalló en protestas y carcajadas. —¡Miente, miente, seguro que quería picotearnos, dale un zarpazo para que aprenda! —chirrió un lirio malhumorado. —Es un bobo timorato, si no tiene agallas ni para picotear —aseguró riendo una sarcástica lavanda. —Claro, como tú no tienes pétalos, no te importa si picotea —repuso el lirio con voz crispada. Por encima del ruido se alzó la voz sensata de un alhelí. —Es un pajarillo inofensivo y está aterrorizado. ¡Dejadle en paz!
Sin embargo, las risas y las bromas continuaron. Yo me sentía fatal. No soy un pájaro bobo ni timorato y, si me pongo a ello, soy tan capaz de comerme una petunia como cualquier otro, sobre todo si es una petunia roja y reluciente. Pero, por encima de todo, soy un pájaro pacífico. En mi país del norte, los humanos pasan mucho tiempo cuidando de sus flores, por ello evito estropearlas, para no molestar. Así y todo, a punto estuve de darle un picotazo a un rosal engreído que agitaba sus pétalos en mi cara. ¡Pero la mirada del león me frenó en seco!... Me quedé inmóvil y observé que, aunque aparentaba severidad, había un esbozo de sonrisa en su ancha cara de gato. Tenía que intentar hacer algo. Con voz suave, le dije: —Verás, león, yo no como flores porque sé que hay personas —«incluso hay leones», añadí para mis adentros— que las cuidan y las disfrutan. Soy muy respetuoso con las cosas de los demás. Y ahora, ¿me permites marcharme? —Mmmmm… —musitó el león torciendo el hocico—. Me temo que no puedo dejarte ir. Eres un pájaro entrometido y podrías contarle a cualquiera de tu bandada dónde viven las flores de la pradera… Un coro de murmullos alarmados se elevó del parterre. Me di cuenta de que era importante convencerles a todos de mis buenas intenciones. —Comprendo vuestra preocupación. Pero, león, escucha esto: llevo varias semanas viviendo contigo, en el mismo árbol, en un nido discreto colgado cerca de ti. Puedo enseñártelo ahora mismo si quieres. Así te darás cuenta de que puedes confiar en mí: nunca te he molestado, ni he llevado a nuestro árbol a los pájaros de mi bandada. Quiero seguir siendo tu vecino, me gusta tenerte allí porque espantas a los monos y las serpientes. A cambio, si yo puedo ayudarte en algo, me encantará hacerlo. Hablé con convicción y honestidad. La verdad es poderosa y logró ablandar el corazón del león. —¿Vives en mi árbol, dices? ¿Y por qué me has seguido hasta aquí?
Le miré asombrado. —¿Vienes desde hace años, sin decírselo a nadie, a cuidar de este jardín? —Uno tiene responsabilidades —repuso el león con tono arisco—. No me gusta que nadie sufra en mi llanura. —¿Eres… cómo diría yo… algo así como un león jardinero? —Bueno —contestó, dudoso, intentando no perder la compostura—. Soy un león… eso es lo primero… siempre… y tal vez, a ratos, soy un poco jardinero. Y tosió, algo incómodo. —¿Y por qué tienes que andar escondiéndote? —le pregunté, sin demasiado tacto, pero es que me tenía muy intrigado que un animal tan grande pudiese tenerle miedo a nada. —Verás… —me dijo el león jardinero, balbuceando un poco—. Es que un león… nosotros no podemos hacer cualquier cosa… tenemos que cuidar nuestra imagen. Carraspeó un poco y se irguió. —No me importa lo de ser jardinero si sólo lo saben unos poquitos —zanjó muy serio—. Pero que no salga de este jardín. Y muy digno, como un verdadero león, me dio la espalda para seguir atendiendo sus flores.
A partir de ese día el tiempo transcurrió deprisa en la llanura. De repente, pasé de ser un pájaro sin ataduras a tener un amigo, un león gigantesco y muy ocupado que me invitaba de vez en cuando a acompañarle. Como mi nuevo amigo me pidió que no revolotease sobre su cabeza porque temía el qué dirán de los demás animales, yo iba discretamente de árbol en árbol, siguiéndole a lo lejos. Y así descubrí que el león no sólo cuidaba de las flores, sino que también administraba justicia en su llanura. Los animales solían acudir a él cuando había que tomar una decisión importante. Las cebras, por ejemplo, le habían pedido ayuda para excavar un túnel que facilitase a sus crías el acceso a la laguna, porque ese año las atacaba con frecuencia un grupo voraz de hienas y de guepardos. Era una obra complicada pero el león reclutó los servicios de un eficaz cerdo hormiguero* que ayudaba a cavar, y cada día con paciencia ponía orden en los turnos y el reparto de trabajo de las cebras.
En determinados momentos del día, sin embargo, mi amigo quería estar solo y desaparecía con un tajante «hasta luego». Yo no sabía adónde iba pero, como éramos amigos, nunca más intenté seguirle. Pensaba que el león hacía alguna cosa de las que hacen los leones, cosas que no incumben a un pájaro, de la misma forma que a ratos yo tengo que hacer cosas de pájaros que no incumben a los leones. Así que aprovechaba esos ratos solitarios para mantener ordenado mi nido y visitar la colonia de pájaros que vivía en los bambúes salvajes. Se quejaban de que últimamente yo espaciaba demasiado mis visitas a la bandada. Prefería no contarles mi creciente amistad con el león, sospechaba que no lo entenderían. Precisamente un día en que estaba piando alegremente con mis amigos en los bambúes, poniéndome al día de todas las novedades, hicieron un comentario que me dejó atónito. Fue así: —¿Y qué tal es ese gato gigante con el que compartes árbol? ¿Te deja tranquilo? — me preguntó una de las abuelas de la colonia, que tendía a preocuparse siempre por todo. —Es buena gente —dije en tono conciliador. No quise ahondar en el tema porque los pájaros pueden ser algo desconsiderados cuando están cotilleando en las ramas. Estaba convencido de que todos desconfiarían a la fuerza de mi nuevo amigo. Y razón no me faltaba…