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Fernando Vallejo libro sobre la medellin xxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxx
Tipo: Apuntes
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Fernando Vallejo, escritor, cineasta y biólogo colombiano, nació en Me- dellín y vive en México, donde ha filmado tres películas y escrito la to- talidad de sus libros.
Alfaguara ha publicado La Virgen de los sicarios (1994) y la edición en un solo volumen de las cinco novelas de su ciclo autobiográfico El río del tiempo: Los días azules, El fuego secreto, Los caminos de Roma, Años de indulgencia y Entre fantasmas.
Cuando le abrieron la puerta entró sin saludar, subió la escalera, cruzó la segunda planta, llegó al cuarto del fondo, se desplomó en la cama y cayó en coma. Así, libre de si mismo, al borde del desbarrancadero de la muerte por el que no mucho después se habría de despeñar, pasó los que creo que fueron sus únicos días en paz desde su lejana infancia. Era la semana de navidad, la más feliz de los niños de Antioquia. ¡Y qué hace que éramos niños! Se nos habían ido pasando los días, los años, la vida, tan atropelladamente como ese río de Medellín que convirtieron en alcantarilla para que arrastrara, entre remolinos de rabia, en sus aguas sucias, en vez de las sabaletas resplandecientes de antaño, mierda, mierda y más mierda hacía el mar. Para el año nuevo ya estaba de vuelta a la realidad: a lo ineluctable, a su enfermedad, al polvoso manicomio de su casa, de mi casa, que se desmoronaba en ruinas. ¿Pero de mi casa digo? ¡Pendejo! Cuánto hacía que ya no era mi casa, desde que papi se murió, y por eso el polvo, porque desde que él faltó ya nadie la barría. La Loca había perdido con su muerte más que un marido a su sirvienta, la única que le duró. Me- dio siglo le duró, lo que se dice rápido. Ellos eran el espejo del amor, el sol de la felicidad, el matrimonio per- fecto. Nueve hijos fabricaron en los primeros veinte años mientras les funcionó la máquina, para la mayor gloría de Dios y de la patria. ¡Cuál Dios, cuál patria! ¡Pendejos!
por fuera el ventanal de la fachada, y los humildes ratones que en las noches venían a mi casa a malcomer, vicio del que nos acabamos de curar nosotros definitivamente cuando papi se murió. -¿Y este semiengendro por qué no me saluda, o es que dormí con él?
No me hablaba desde hacía añales, desde que floreció el castaño. Se le había venido incubando en la barriga un odio fermentado contra mí, contra este amor, su propio hermano, el de la voz, el que aquí dice yo, el dueño de este changarro. En fin, qué le vamos a hacer, mientras Da- río no se muriera estábamos condenados a seguirnos viendo bajo el mismo techo, en el mismo infierno. El infiernito que la Loca construyó, paso a paso, día a día, amorosamente, en cincuenta años. Como las empresas sólidas que no se improvisan, un infiernito de tradición. Pasé. Descargué la maleta en el piso y entonces vi a la Muerte en la es- calera, instalada allí la puta perra con su sonrisita inefable, en el primer escalón. había vuelto. Si por lo menos fuera por mí... ¡Qué va! A este su servidor (suyo de usted, no de ella) le tiene respeto. Me ve y se aparta, como cuando se tropezaban los haitianos en la calle con Duva- lier. -No voy a subir, señora, no vine a verla. Como la Loca, trato de no subir ni bajar escaleras y andar siempre en plano. Y mientras vuelvo cuídese y me cuida de paso la maleta, que en este país de ladrones en un descuido le roban a uno los calzoncillos y a la Muerte la hoz. Y dejé a la desdentada cuidando y seguí hacía el patio. Allí estaba, en una ha- maca que había colgado del mango y del ciruelo, y bajo una sábana ex- tendida sobre los alambres de secar ropa que lo protegía del sol. -¡Darío, niño, pero si estás en la tienda del cheik! Se incorporó sonriéndome como si viera en mí a la vida, y sólo la ale- gría de verme, que le brillaba en los ojos, le daba vida a su cara: el res- to era un pellejo arrugado sobre los huesos y manchado por el sarco- ma. -¡Qué pasó, niño! ¿Por qué no me avisaste que estabas tan mal? Yo llamándote día tras día a Bogotá desde México y nadie me contestaba. Pensé que se te había vuelto a descomponer el teléfono.
No, el descompuesto era él que se estaba muriendo desde hacía meses de diarrea, una diarrea imparable que ni Dios Padre con toda su omni- potencia y probada bondad para con los humanos podía detener. Lo del teléfono eran dos simples cables sueltos que su desidia ajena a las lla- madas de este mundo mantenía así en el suelo mientras flotaba rumbo al cielo, contenida por el techo, una embotada nube de marihuana que
se alimentaba a si misma. El teléfono tenía arreglo. Él no. Con sida o sin sida era un caso perdido. ¡Y miren quién lo dice! -Abre esas ventanas, Darío, para que salga esta humareda que ya no me deja pensar. No, no las abría. Que si las abría entraba el viento frío de afuera. Y se- guía muy campante en la hamaca que tenía colgada de pared a pared. ¡Qué desastre ese apartamento suyo de Bogotá! Peor que esta casa de Medellín donde se estaba muriendo. Nada más les describo el baño. Para empezar, había que subir un escalón. Y este escalón aquí para qué? ¡Maestros de obra chambones! ¿En qué cabeza cabía hacer el baño un escalón más alto que el resto del tugurio? Me tropezaba con el escalón al entrar, y me iba de bruces sobre el vacío al salir. -¡Hijueputa dos veces el que lo construyó! Una por su madre y otra por su abuela. El baño no tenía foco, o mejor dicho foco sí, pero fundido, y cuánto ha- ce que se acabó el papel higiénico. Desde los tiempos de Maricastaña y el maricón Gaviria. Y ojo al que se sentara en ese inodoro: se golpeaba las rodillas contra la pared. Ya qui- siera yo ver a Su Santidad Wojtyla sentado ahí. O bajo la regadera, un chorrito frío, frío, frío que cala gota a gota a tres centímetros del ángulo que formaban las otras dos paredes heladas. El golpe ya no era sólo en las rodillas sino también en los codos cuando uno se trataba de enjabonar. ¿Pero jabón? -¡Darío, carajo, dónde está el jabón! Jabón no había. Que se acabó. También se acabó. Todo en esta vida se acaba. Y ahora el que se estaba acabando era él, sin que ni Dios ni na- die pudiera evitarlo. Se incorporó con dificultad de la hamaca del jardín para saludarme, y al abrazarlo sentí como si apretara contra el corazón un costalado de hue- sos. Un pájaro cortó el aire seco con un llamado inarmónico, metálico: «¡Gruac! ¡Gruac! ¡Gruac!». O algo así, como triturando lata. Que iba graznando del mango al ciruelo, del ciruelo a la enredadera, de la enre- dadera al techo, sin dejarse ver. -Hace días que trato de verlo -comentó Darío-, pero no sé dónde está, se me esconde. -Ya conozco a todos los pájaros que vienen aquí, menos ése. En este punto recuerdo que un año atrás había subido con papi al edifi- cio de al lado, recién terminado, a conocer sus apartamentos que aca- baban de poner en venta, y que vi por primera vez desde arriba el jar-
dé, era un andrógeno anabólico que se estaba experimentando en el si- da dizque para revertir la extenuación de los enfermos y aumentarles la masa muscular. En vez de eso a Darío lo que le provocó fue una hiper- trofia de la próstata que le obstruyó los conductos urinarios. Por eso la acumulación de líquidos y el milagro de la rozagancia de la cara. -Hombre, Darío, la próstata es un órgano estúpido. Por ahí empiezan casi todos los cánceres de los hombres, y como no sea para la repro- ducción no sirve para nada. Hay que sacarla. Y mientras más pronto mejor, no bien nazca el niño y antes de que madure y se reproduzca el hijueputica. Y de paso se le sacan el apéndice y las amígdalas. Así, sin tanto estorbo, podrá correr más ligero el angelito y no tendrá ocasión de hacer el mal. Y acto seguido, en tanto él acababa de armar el cigarrillo de marihuana y se lo empezaba a fumar con la naturalidad de la beata que comulga todos los días, le fui explicando el plan mío que constaba de los siguien- tes cinco puntos geniales: Uno, pararle la diarrea con un remedio para la diarrea de las vacas, la sulfaguanidina, que nunca se había usado en humanos pero que a mí se me ocurrió dado que no es tanta la diferen- cia entre la humanidad y los bovinos como no sea que las mujeres pro- ducen con dos tetas menos leche que las vacas con cinco o seis. Dos, sacarle la próstata. Tres, volverle a dar la fluoximesterona. Cuatro, pu- blicar en El Colombiano, el periódico de Medellín, el consabido anuncio de «Gracias Espíritu Santo por los favores recibidos». Y quinto, irnos de rumba a la C'Ote d'Azur. -¿Qué te parece? Que le parecía bien. Y mientras me lo decía se atragantaba con el humo de la maldita yerba, que es bendita. -Esa marihuana es bendita, ¿o no, Darío? ¡Claro que lo era, por ella estaba vivo! El sida le quitaba el apetito, pero la marihuana se lo volvía a dar. -Fumá más, hombre.
Palabras necias las mías. No había que decírselo. Mi hermano era ma- rihuano convencido desde hacía cuando menos treinta años, desde que yo le presenté a la inefable. Con esta inconstancia mía para todo, esta volubilidad que me caracteriza, yo la dejé poco después. Él no: se la sumó al aguardiente. Y le hacían cortocircuito. El desquiciamiento que le provocaba a mi hermano la conjunción de los dos demonios lo ponía a hacer chambonada y media: rompía vidrios, chocaba carros, quebra- ba televisores. A trancazos se agarraba con la policía y un día, en un juzgado, frente a un juez, tiró por el balcón al juez. A la cárcel Modelo
fue a dar, una temporadita. Cómo salió vivo de allí, de esa cárcel que es modelo pero del matadero, no lo sé. De eso no hablaba, se le olvida- ba. Todo lo que tenía que ver con sus horrores se le olvidaba. Que era problema de familia, decía, que a nosotros dizque se nos cruzaban los cables. -Se le cruzarán a usted, hermano. ¡A mí no, toco madera! Tan tan.
Andaba por la selva del Amazonas en plena zona guerrillera con una mochilita al hombro, llena de aguardiente y marihuana y sin cédula, ¿se imagina usted? Nadie que exista, en Colombia, anda sin cédula. En Co- lombia hasta los muertos tienen cédula, y votan. Dejar uno allá la cédu- la en la casa es como dejar el pipí ¡quién con dos centigramos de cere- bro la deja! -¿Por qué carajos, Darío, no andás con la cédula, qué te cuesta? -No tengo, me la robaron. -¡Estúpido! Dejarse robar uno la cédula en Colombia es peor que matar a la madre. -¿Y si con tu cédula matan a un cristiano qué? Que qué va, que qué iban a matar a nadie, que dejara ese fatalismo. ¡Fatalismo! Esa palabra, ya en desuso, la aprendimos de la abuela. Vie- ne del latín, de «fatum», destino, que siempre es para peor. ¡Raquelita, madre abuela, qué bueno que ya no estás para que no veas el derrum- be de tu nieto! Por la selva del Amazonas andaba pues sin cédula. ¿Cómo pasaba los retenes del ejército sin cédula para irse a fumar marihuana en el cora- zón de la jungla? Vaya Dios a saber, de eso tampoco hablaba. De nada hablaba. Vidrio que él quebró, casa que él destrozó, ajena o propia, vi- drio y casa que se le borraban de la cabeza ipso facto. Los horrores que me hizo a mí no tienen cuento. Cuando el eminentísimo doctor Barra- quer me trasplantó una córnea, Darío de un guitarrazo en la cabeza me desprendió la retina. ¡Cuántas guitarras en su vida no quebró! Canción tocada guitarra quebrada. El amasiato de la marihuana y el aguardiente le desencadenaba a Darío una verdadera furia de destrucción. ¿Cómo lo aguantaban los amigos? No sé. ¿Cómo lo aguantaba la familia? No sé. ¿Cómo lo aguantaba yo? No sé. No sé cómo lo aguanté cincuenta años. ¡Y los vecinos, por Dios, los vecinos! Dejaba el grifo del agua abierto, cerraba con triple llave su apartamento para que no se lo fueran a ro- bar, y se iba quince días a la Amazonia a meditar. Les inundaba a todos los apartamentos: al vecino de abajo, al de más abajo, al de la planta baja, chorreando el agua, bajando en chorritos cristalinos por la escale- ra, de escalón en escalón y diciendo din dan. Din dan, din dan... ¿Y no
A esa conclusión llegué yo, llegamos todos, y antes que todos mi pobre padre que era el mismo suyo, que le perdió la paciencia y que le dejó de hablar. Tan mal se le llegaron a poner las cosas a Darío por causa de sus sali- das de órbita que él mismo un día, motu proprio, se planteó el dilema de qué vicio dejar, si el aguardiente o la marihuana. Y su decisión fue: ninguno. Y para refrendar sus firmes propósitos agarró el vicio de mo- da, el de los jovencitos, el basuco o cocaína fumada, que «acaba hasta con el nido de la perra» como decía mi abuela, pero con el verbo en plural y a propósito de sus ciento cincuenta nietos. Y con el basuco descubrió a los basuqueritos, de los que tenía un kin- dergarten vicioso. Alguno me llegó a ofrecer en alguna de mis visitas, pero yo se los rechacé porque dizque yo dizque no me acostaba dizque con cadáveres. ¡Mentiras! Yo no tengo nada en contra de los muertos muertos mientras estén fresquecitos. Me hacen incluso más ilusión que los vivos vivos, que son tan voluntariosos. Se los rechazaba simplemen- te por darle un ejemplo de entereza, de fuerza de voluntad. -Darío, hermano -le suplicaba-, uno tiene que escoger en la vida lo que quiere ser, si marihuano o borracho o basuquero o marica o qué. Pero todo junto no se puede. No lo tolera el cuerpo ni la sufrida sociedad. Así que decidíte por uno y basta. Jamás se pudo decidir. Vicio que agarraba, vicio que conservaba. Todo lo que tuvo se lo gastó y nada les dejó a los gusanos. Todo, todo, todo y nada, nada, nada. Cuando Darío se murió, la Muerte y sus gusanos mierda hubieron de comer porque lo único que les dejó fue un mísero saco de huesos envueltos en un pergamino manchado.
-¡Qué gusto me da ver a los dos hermanitos juntos y que se quieran! - dijo desde arriba la Loca asomándose por una ventana. Era un saludo indirecto para mí, su primogénito, el recién llegado que ni la determinaba pues desde que papi se murió la había enterrado con él, como a una fiel esposa hindú. ¡Hermanitos! ¡Que se quieren! Como si durante medio siglo el espíritu disociador de esta santa no hubiera he- cho cuanto pudo por separarnos, a Darío de mí, a mí de Darío, a unos de otros, a todos de todos ensuciando cocinas, traspapelando papeles, pariendo hijos, desordenando cuartos, desbarajustando, mandando, hi- jueputiando, según la ley del caos de su infiernito donde reinaba como la reina madre, la abeja zángana, la paridora reina de la colmena ali- mentada de jalea real. ¡Hermanitos! Unas piltrafas de viejos querrás decir, bestia. Y miré hacía arriba, hacía la planta alta donde estaba la bestia. Asomada estaba a la
ventana de la biblioteca que daba al jardín, atalayando al mundo: des- de hacía quince o veinte años no bajaba la escalera para no tener que volverla a subir. Unos meses atrás, desde su elevado puesto de obser- vación, vio cómo se llevaban los sepultureros el cadáver de su marido, su sirvienta, que se le iba a contar el polvo del infinito. Cuánto, todavía, le quedará de vida, calculé, y aparté de ella mi mirada. Pero mi Señora Muerte no estaba arriba. Estaba abajo, junto a la hamaca de mi her- mano. Punto y aparte y sigamos. O mejor dicho volvamos, retrocedamos a los vicios que me estoy saltando el principal: el vicio de los vicios, el vicio máximo, el vicio continuo de estar vivos, del que todos algún día nos vamos a curar y hasta el mismísimo Papa. A ver cuántos asisten a su entierro, Su Santidad, cuántos entre curas, obispos y cardenales, guar- dia suiza y pueblo vil. Al mío quiero que vengan, quiero que vuelvan esa bandada de loros que pasaba volando, rasgando de verde el azul del cielo, sobre la finca de mi niñez y mis abuelos, Santa Anita, y gri- tando en coro, con una sola voz burlona: «¡Viva el gran partido liberal, abajo godos hijueputas!». Godos, o sea conservadores, camanduleros, rezanderos, en tanto los liberales éramos nosotros: los rebeldes y las putas. ¡Huy, cuánto hace que se acabó todo eso, que se quemó la pól- vora!
De los dos partidos que dividieron a Colombia en azul y rojo con un tajo de machete no quedan si no los muertos, algunos sin cabeza y otros sin contar. Cadáveres decapitados de conservadores y liberales bajaban por los ríos de la patria tripulados por gallinazos que en su viaje de ba- jada a los infiernos, de ociosos, por matar el tiempo a falta de alguien más, sin distingos doctrinarios, de partido, les iban sacando a azules y a rojos a picotazos las tripas. Y no había vivo que se les midiera a esos ríos, capaz de meterse en ellos a sacar a los muertos. Ésos de mi niñez si que eran ríos. ¡Qué Cauca! ¡Qué Magdalena! Ríos de furia, torrento- sos, que tenían el alma limpia y se hacían respetar. No como estos arroyitos mariconcitos de hoy día con alma de alcantarilla. ¡Cuánto hace que el Cauca y el Magdalena se secaron, se murieron, los mataron con la tala de árboles y los borraron del mapa, como piensan que me van a borrar a mí pero se equivocan, porque si los ríos pasan la palabra que- da!
Estaban pues los dos hermanitos juntos, conversando, en la hamaca que colgaba del mango y del ciruelo en el jardín, bajo una sábana blan- ca que los protegía del sol del cielo, y con la Muerte al lado, para la que
No lo podían creer. ¿Era ciencia pura, o cosa de Mandinga? En su agra- decido asombro mi hermano Carlos convocó una comisión de médicos, que vinieron a mi casa a constatar el milagro. -Eminentísimos doctores: como ustedes saben (qué van a saber estas bestias que llaman al feto «el producto», como si las madres fueran unas fábricas de juguetes) la diarrea del sida la causa el virus mismo de la enfermedad, para el cual no hay remedio, O bien la criptosporidiosis, una de sus secuelas, para la que tampoco lo hay. Cuanto antibiótico y antiparasitario se han probado para combatir el criptosporidium en el hombre han fracasado. La sulfaguanidina aún no se ha probado en él porque es un remedio para los bovinos, y el hombre es un animal supe- rior. He aquí la prueba de que también sirve en la humana especie: tres meses de diarrea imparable y vean ahora. -A ver, Darío, levantá un brazo. El otro -como si lo que tuviera fuera el mal de Parkinson-. Sacá la lengua. Volvéla a meter. Y los cinco médicos atónitos, examinando a Darío, examinándome a mí. Acostumbrados a no curar, a ver morir, iban sus miradas incrédulas del uno al otro con el rabo entre las patas. Que si yo era médico. -Como si lo fuera, doctor. Saco un tapete persa a la calle y receto. Que bueno, que quién sabe, que habría que ver. Que la curación de un paciente no pasaba de ser «un caso anecdótico, que eso no era ciencia. ciencia era, para empezar, mil pacientes cuando menos con diarrea y sida enrolados en un protocolo de «double blind» o doble ciego. -¡Para doble ciego yo, doctor, que tengo las dos córneas trasplantadas de sicarios y veo por todas partes policías y alucino con que mato médi- cos!
Mí profunda convicción de que la sulfaguanidina servía para la criptos- poridiosis del sida y mi éxito fulminante en el caso de mi hermano se chocaban contra una coraza de escepticismo y mezquindad. La caterva de charlatanes doctorados se negaba a aceptar que viniera a desban- carlos un sabio sin diploma: yo. -¡Ajá, conque usted es de los que sacan alfombra persa a la calle! -me decía uno de los cinco cabrones, el muy irónico. -así es doctor, usted lo ha dicho. Y cuando su señora necesite, cuando le peguen una sífilis o una gonorrea, que me busque y le receto. A mí los médicos me detestan, no sé por qué. Tal vez porque les hago pasar examen y les quiero hacer revalidar el titulo. -El criptosporídium, doctor -les pregunto como quien no quiere la cosa, como cualquier cristiano doble ciego acostumbrado al acto de fe-, ¿es una bacteria?
-¡Claro! -No, claro no: es un protozoario. Vale decir cien mil veces más grande- cito. Tan grandecito que uno le puede reventar la panza a cuchilladas. A don Roberto Pineda Duque, mi profesor de armonía, que era sordo como Beethoven pero también del alma, también yo de niño lo exami- naba: -A ver, don Roberto, cierre los ojos y dígame qué nota es ésta -y le to- caba un re. -Es do. -No, don Roberto, es re. -Ha de estar desafinado el armonio. El desafinado era él, su alma. Fue autor de diez sinfonías, cinco poemas sinfónicos, misas solemnes, caprichos, conciertos para violín y piano, sonatas, tocatas, tronatas. Pero su obra máxima era la cantata «Edipus Rex» (Edipo Rey), obra suprema, summa cum laude, de lo que no hay, para orquesta berlioziana y coro de ciento cincuenta voces cada cual por su lado, con su tema polifónicamente hablando, y en la que Edipo compite en ceguera con don Roberto en sordera. Cuando don Roberto se murió le hicieron en su pueblo de Santuario un homenaje, ¿y saben qué le tocaron? ¡El Réquiem de Mozart le tocaron! ¡Como si al Ingres mexicano José Luis Cuevas se le metieran los ladrones a su casa y en vez de llevársele sus cuadros le robaran un Botero! -Para mí, Darío -le decía (¡dos la caterva de sabios y vueltos él y yo a la soledad de la hamaca)- que ese sida tuyo te lo pegaron los curas. Hacé memoria a ver si no te metiste a alguna iglesia de ocioso a comulgar. Que no, que hacía una eternidad que no se paraba por esos santos lu- gares. -Tomáte entonces este caldito caliente de pollo con pollito deshebrado. Y le acercaba un banco, donde yo había puesto el caldo apetitoso, humeante, como para revivir cadáveres. Se tomaba dos o tres cuchara- das que yo le daba con la mano en la boca como a un bebe pues él, por su extenuación, no podía ni sostener una taza. Tres cucharadas a lo sumo se tomaba y eso era todo, que ya no quería más. Le daba a con- tinuación vitaminas, hormonas, árnica, lo que fuera, cafiaspirina, nada servia. Entonces, encomendándoselo a Dios y como último recurso, me ponía a armarle un cigarrillo de marihuana a ver si la humosa yerba le devolvía el apetito. -Así no, chambón -me decía y me lo quitaba. Desarmaba el cigarro que yo torpemente le había armado y lo volvía a enrolar a su modo, con una habilidad y una rapidez pasmosas, como de cajero de banco contando millones.
Sin marihuana ni aguardiente era dócil, adorable, como una ramita de palma un Domingo de Ramos. Sólo que sin marihuana y aguardiente no era él, era otro: su Ángel de la Guarda, efímero, volátil, pasajero. An- daba por las selvas del Amazonas o los campos de la Sabana hinchado de humo, todo ventiado, y con una botellita de aguardiente atrás, una media, en el bolsillo trasero, en tanto en una mochila llevaba más, de reserva, por si la de atrás se le evaporaba. Compraba medias por opti- mismo, para no irse a enviciar con el número entero. De medía en me- día se las iba tomando todas su Ángel de la Guarda, y donde empeza- mos con un doctor Jeckyll acabamos con un mister Hyde. -¿Un traguito? -me ofrecía. -No, Darío, a mí el aguardiente me causa vómito con ese saborcito de anís. Me sabe a borracho, a asesino, a Colombia. Y se lo rechazaba. La complicidad que existía entre nosotros cuando te- níamos veinte años hacía mucho que se había acabado. Y ni sé cómo acabó. Será la vida, que acaba con todo. ¡Ay los Rendones, lo que nos han hecho sufrir, en primero y segundo grado! Los Rendones son locos. Locos e imbéciles. Imbéciles e irasci- bles. Pese a lo cual andan sueltos en un país de leyes donde no existe una ley que les impida reproducirse. En legislación genética aquí anda- mos en pleno libertinaje, en pañales. Yo calculo que entre los cien mil genes del Homo sapiens, en los Rendones hay cuando menos mil qui- nientos desajustados, y tienen que ver con el cerebro. Un ejemplo: mi primo hermano Gonzalito, Gonzalito Rendón Rendón, una furia. El «ito» lo perdió hace mucho, pero así lo sigo recordando yo, de niño, poseído por la demencia cósmica cuando le decían «Mayiya» -¡Mayiya! -le gritábamos-. ¡Mayiya brava! Y emprendía veloz carrera el niño por el corredor de la finca Santa Anita a darse de cabezazos contra el piso, cerca de unas atónitas azaleas. ¡Tan! ¡Tan! ¡Tan! contra las duras, frías baldosas. ¿Por qué semejante berrinche, semejante escándalo tan desmedido por tan poca cosa? ¿Qué le molestaba del apodo cariñoso? ¿La «a» del fe- menino? Pero «Sasha» es nombre de hombre en ruso y termina en «a», y porque le digan a un tus¡to «Sasha» no se va a romper la crisma a topetazos. ¿Con diminutivo también? Entonces, por experimentar: -¡Mayiylta! ¡Mayiyita brava! El efecto del diminutivo era que le centuplicaba la iracundia. ¡Tan! ¡Tan! ¡Tan! ¡Tan! ¡Tan! ¡Tan! ¡Tan! Y esa furia de cuatro años retornaba in crescendo su beethoveniano redoble de timbales con la cabeza. Retum- baba el mundo.
Como su rabia impotente de niño no podía alcanzarnos (con un cuchillo de carnicero, por ejemplo, para degollarnos), cual alacrán que al verse cercado por el fuego vuelve la cola contra si mismo y la ley de Dios y se clava la ponzoña, así Gonzalito Rendón Rendón se partía contra el em- baldosado duro y frió de Santa Anita la cabeza, su cabecita dura, dura, loca, loca. Entonces le gritábamos: -¡Alacrán Mayiya! ¡Y vuelta al beethoveniano redoble de timbales en apoteosis! Le salían en la frente unos tremendos chichones como de marido engañado. -¡Mayiya cornuda! Entonces le empezaba a chorrear por la boca babaza verde. He ahí el retrato de un Rendón en plena acción. Por lo que a mí respecta y hasta donde yo recuerde, yo jamás, jamás, jamás de los jamases me he dado de topes contra el pisó- con la cabe- za. Será porque tengo el Rendón en segundo término, diluido. Otro ejemplo de Rendones: mi tío materno Argemiro, que engendró en una sola santa mujer treinta y nueve vástagos reproductores: mellizos, trillizos, cuatrillizos... En cada parto se ganaba una lotería, en hijos. ¡Y cómo no en un planeta despoblado donde lo que falta es gente! -Uno, dos, tres, cuatro, cinco -iba contando Argemiro a medida que iban saliendo de su mujer los quintillizos o quíntuplas, como usted pre- fiera, pues en esto hay discrepancia en el idioma. Era un alma de Dios. Un alma furiosa de Dios. En plena noche, cuando todos dormían, el monstruo que había en él se levantaba y acometía las puertas a patadas. ¡Tan! ¡Tan! ¡Tan! sonaban como truenos los tranca- zos. Y cuando los pobres treinta y cinco niños y su mujer se desperta- ban aterrados, con el corazón en vilo, entonces Argemiro gritaba: -¡Pa que sepan que aquí estoy yo!
Las puertas de la casa de Argemiro estaban todas rotas, desastilladas, a la altura de la rabia de su pata. Hermana de esta furia es la Loca de que aquí tratamos, una mujer im- predecible, mandona, irascible, que nos hijueputiaba. -¡Hijueputas! -nos decía en el colmo de la desesperación de su rabia. Decirles «hijueputas» a los propios hijos, ¿no se les hace el do de pecho de una madre? Cualquier mujer medianamente equilibrada sabría que se le volvería contra ella el bumerang. Ah, si hubiéramos tenido ese «medianamente» por lo menos, alguno de esos adverbios en «mente» tan tranquilizadores, pero no.
vez de esta manía por la presidencia no nos ha dado a todos en Colom- bia por ser Papas? -Fumá más, Darío, más. Saciáte de humo y sí querés delirar, delirá que yo te sigo hasta donde sea, hasta donde pueda, hasta el fondo del ba- rranco donde empiezan los infiernos. Y la verdad le decía: hasta el fondo de un barranco ya lo había seguido, en el Studebaker, una noche en que se le cansó la mano al dar una curva. Pero hasta el infierno aún no, y él ahí está y yo aquí en el curso de esta línea, salvando a la desesperada una mísera trama de recuer- dos.
El examen para ver si portábamos en el torrente sanguíneo, entre tanta vitalidad desviada, el bichito solapado del sida nos lo hicimos juntos la víspera de uno de mis viajes a México, uno de tantos que he hecho en- tre el país de la coca y el país de la mentira, y en los que se debate desde hace mucho mi vida, de aquí para allá, de allá para acá, como pelota de pingpong, yendo y viniendo, jugando contra sí mismo mi des- tino. Nos lo hicimos y yo partí y se me olvidó el asunto. Recuerdo que como tantas otras veces él me acompañó al aeropuerto. -Juicio, ¿eh? -me dijo o le dije al despedirnos, él a mí o yo a él, ¡qué más da si de todos modos no íbamos a hacernos caso! Mientras una be- lleza furibunda a mí me trataba de acuchillar aquí, una belleza furibun- da a él lo trataba de acuchillar allá. Lo de la belleza mía fue así: desnudo y en plena erección, se levantó de la cama el angelito y de la mochila en que traía dizque el uniforme del gimnasio sacó un cuchillo feo, filudo, furioso, de carnicero. Yo me aba- lancé sobre mi ropa y con ella salí del cuarto y tratándome de vestir (a la carrera no me fuera a sorprender el lector en semejante facha) bajé a tumbos la escalera. Y él a tumbos detrás de mí, terriblemente excita- do y blandiendo el vulgar cuchillo. Así pasamos por la recepción del ho- tel y yo sal¡ a la calle a medio vestir. Él se detuvo en el portón, frenado en seco por la luz del día. ¡Cómo no le tomé una foto ahí, en esa pose, así, con las dos armas en ristre, desnudas, desenvainadas, para man- dársela a César Gaviria a la OEA! Lo de la belleza de Darío fue más grave porque la cuchillada que la be- lleza le mandó casi le llega al corazón: se la detuvo el esternón o una costilla. ¿Que cómo me enteré? Van a ver. íbamos por la Carrera Sép- tima de Bogotá, en un regreso mío posterior al que acabo de contar, cuando al llegar a la Terraza Pasteur, conseguidero de soldados y mal- vivientes, parada obligada diaria en nuestro diario viacrucis, nos trope- zamos con su belleza. Y que le dice Darío.
-Me quisiste matar, hijueputa. El muchacho bajó la mirada y le dio a mi hermano esta explicación en- ternecedora: que la marihuana que le dio esa vez Darío le trastornó la cabeza, dizque porque llevaba un año en el ejército sin fumar. Como quien dice pues, digo yo ahora, fue por un simple rebote del síndrome de abstinencia. -Ah... -comentó simplemente Darío y yo abrí la boca. Continuando nuestro camino me contó Darío que el muchacho solía de vez en cuando irse con él al cielo entre una nube de marihuana en su apartamento, y que todo había marchado bien hasta esa ocasión en que después de un año de no verse y de no probar el pobrecito la inefable, al volverla a probar se enloqueció, y tomando el cuchillo de la cocina, de la cocina de su propia víctima, el asesino se lo quiso despachar tal cual estaban, desnudos ambos en cuerpo y alma. Tras la cuchillada fa- llida, Darío, que por entonces iba al gimnasio y se hallaba en inmejora- ble forma, lo pudo dominar; le quitó el cuchillo y lo sacó en pelota a la escalera. Después por la ventana que daba a la calle le tiró la ropa. En plena calle, en pleno barrio de La Perseverancia que miraba, se vistió el angelito, con ese pelito suyo cortado casi al rape de los soldados que me encanta, o mejor dicho me encantaba, nos encantaba, in illo tempo- re. -¿Ves aquí, cerca al corazón? Y abriéndose la camisa me mostró Darío la cicatriz del cuchillazo. -No hagás caso, Darío -le dije-, que ésas son cosas efímeras, bobadas y olvidáte que la vida es así, no nos deja sino cicatrices. Además, digo yo ahora, ¡para eso está la caja torácica!
Al día siguiente al del atentado le dieron los resultados del análisis: si- da. Hacía las cinco de la mañana sonó el teléfono y contesté, desde este le- jano país ajeno: era él, para explicarme que ya le habían entregado los resultados del análisis. -¿De cuál análisis? -le pregunté. -Del del sida, del que nos hicimos, pendejo. -Ah... -dije y entonces recordé que diez días antes, en Bogotá, había- mos ido a un laboratorio a hacernos el análisis-. ¿Y qué resultó? -El tuyo negativo, y el mío positivo. En ese momento le pedí a Dios que el laboratorista se hubiera equivo- cado, que hubiera confundido los frascos, y que el resultado fuera al re- vés, el mío positivo y el suyo negativo. Pero no, Dios no existe, y en prueba el hecho de que él ya está muerto y yo aquí siga recordándolo.