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Materia de apoyo dirigido al estudiante de Derecho, donde se refleja segun Carnelutti, de como se hace un proceso.
Tipo: Transcripciones
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¡No te pierdas las partes importantes!
Cómo se hace un
proceso
ejerció la cátedra de Derecho Procesal Civil de la
Profesor Emérito.
venda (1872/1937)-- de la Revista de Derecho Proce
sal, con tanta influencia jurídica sobre nosotros, publi
có grandes obras de enorme impacto jurídico y que
todavía perduran: La Prneba Civil (Roma, 1915),
Lec ciones de Derecho Procesal Civil (Padua,
1920/1931), Discurso en torno del Derecho (Padua,
1937), Estudios de Derecho Procesal (Padua,
1925/1939), Sistema de Derecho Procesal (Padua,
1936/1944), Metodología del
PREFACIO
Confieso que este curso minúsculo de lecciones me ha costado mucho trabajo. De ello tuve conciencia desde el principio, al punto de que, si no me hubiese persuadido de la máxima utilidad de la iniciativa que responde a la fórmula de Clase única, viejo y cansado como estoy, no habría asumido el compromiso.
Las dificultades, que he tratado de superar y que no estoy del todo seguro de haber superado, dependen de la necesidad de una exposición excepcionalmente sintética y simple.
Síntesis en un doble sentido, por la amplitud del contenido y por la estrechez del continente. Restringir a quince lecciones, cada una de las cuales debe durar aproximadamente un cuarto de hora, el estudio de todo el proceso, comprendiendo sus dos formas elementales, la penal y la civil, puede parecer empresa desesperada. Ya la exposición paralela de esas dos formas presenta dificultades tan graves, que, en el campo científico, no se ha intentado todavía seriamente; además de que por la extraordinaria brevedad del espacio dentro del cual ha de contenerse, las lleva a la simplificación.
Si se considera, por otra parte, que una tal exposición tiene que adaptarse a un público desprovisto por definición de toda preparación jurídica, surge una nueva dificultad que hace el cometido casi imposible. No digo que más de una vez no haya sido esta mi impresión durante el trabajo; pero, al final, y a pesar del riesgo, me he sentido contento de haberlo corrido.
Cierto es que si el librito cayera por casualidad ante los ojos de algún entendido, no podría él menos que encontrar gran cantidad de defectos: lagunas, desarmonías, aproximaciones y hasta inexactitudes; tanto el rigor como la perfección no podían menos que verse sacrificados por la brevedad de la exposición, y más aún por su accesibilidad. Pero si es un verdadero entendido, podrá, también, advertir que ciertas simplificaciones, ciertos esbozos, ciertas aproximaciones, me han servido acaso, en último análisis, para profundizar y aclarar mis propias ideas acerca del proceso.
También esta vez, como siempre y más acaso que siempre, el esfuerzo por hacerme comprender me ha servido para comprender.
I
EL DRAMA
No se excluye que la RAI (Radio Italiana), al, proponerme el tema de las lecciones de derecho para la reanudación de la Clase única, se haya inspirado en un criterio que pudiéramos llamar de actualidad. El interés del público por los procesos, ante todo penales, pero también civiles, ha existido siempre; pero hoy, acaso, con los estímulos de la prensa y del rotograbado, ese interés ha llegado al paroxismo. El palacio de justicia de Roma, en los días del proceso Muto, estaba más concurrido acaso que el estadio el día del partido entre el Lacio y el Roma; y el apasionamiento no era menor entre la muchedumbre. El proceso contra el joven Muto era un proceso penal; pero recuerdo que cuando hace muchos años defendí ante la Corte de Apelación de Florencia la famosa causa civil entre los esposos Bruneri y aquel que otra familia había reconocido como el desaparecido capitán Canella, los accesos a la calle Cavour, en las proximidades de la plaza de San Marcos, estaban interceptados, para contener el alud de gente que quería asistir, por una compañía de soldados. ¿Por qué tanta curiosidad?
¿Queréis que respondamos crudamente? Pues, porque la gente está ávida de diversión. En uno de mis coloquios de la tarde, a ratos perdidos, recuerdo que me detuve en el concepto de diversión, que es una desviación del curso normal de nuestra vida, una especie de paréntesis que el hombre introduce en ella, o cree introducir en ella, a su placer. En realidad, en el teatro, en el cinematógrafo, en el estadío, en la Corte de Assises, se vive la vida de los demás y se olvida la propia. ¿No es así? Pero para que pueda esto ocurrir, es necesario que la vida de los demás esté comprometida en el drama, que es un rudo contraste de fuerzas, de intereses, de sentimientos y de pasiones; entonces se produce una especie de evasión de la propia vida en virtud de la cual el espectador se identifica con los actores y hasta, con uno solo de ellos, ya que cada cual termina por adoptar su héroe. Este es el origen de esa participación del público que hoy toma el nombre de apasionamiento, y que no solo en los espectáculos circenses encuentra sus más clamorosas y aun más escandalosas manifestaciones.
Hasta ahora ha surgido una analogía entre la Corte de Assises y el teatro, acerca de la cual tendremos oportunidad de volver; pero se debe tener presente la diferencia. En el teatro, si la ficción escénica consigue su objeto, se puede tener incluso la ilusión de un drama verdadero; pero al menos en las pausas la ilusión desaparece. Lo contrario debiera ocurrir en las competiciones deportivas; y así ocurría por cierto en el Circo Máximo cuando uno de los dos gladiadores ponía en ello la vida; pero las recientes aventuras de la trigésima séptima Vuelta de Italia han sugerido la sospecha a más de uno de que no todos los corredores, y sobre todo los predilectos del público, lo hiciesen en serio.
Pues bien, una duda de esta índole no se presenta en la Corte de Assises. Las aventuras de Rina Fort o de la condesa Bellentani eran tan dramáticas, que parecían inventadas; pero ninguno de los apasionados que asistían a aquellos procesos, ignoraba que lo que se ponía verdaderamente en juego era la vida. Sin embargo, como le ha sido negada, hoy, a la esencial crueldad de la multitud la posibilidad de saciarse viendo correr la sangre en la arena, no le queda para gozar de aquel escalofrío más que el aula de la Corte de Assises.
El parangón que hasta ahora he sostenido entre el proceso y la representación escénica o el juego deportivo, no lo he inventado ciertamente; más de una vez, por el contrario, han hablado de él filósofos, sociólogos, y juristas. Precisamente no hace mucho ha sido este el argumento de un diálogo entre CALAMANDREI, uno de mis sutiles colegas italianos, y yo.
Un rasgo común, entre otros, a la representación y al proceso es que cada uno de ellos tiene sus leyes; pero si el público que asiste a la una o al otro, no las conoce, no comprende nada. Ahora, si las reglas no son justas, también los resultados de la representación o del proceso corren riesgo de no ser justos, lo cual, cuando se trata de un partido de fútbol o una pelea de boxeo, no significa una tragedia, pero cuando la apuesta es la propiedad o la libertad, amenaza al mundo, que tiene necesidad de paz para hacer su recorrido, pero la paz tiene necesidad de justicia, como el hombre de oxígeno para respirar. Precisamente las reglas del juego no tienen otra razón de ser que
luchadores; pero en los tribunales la multitud puede gozar de veras el crudo espectáculo de la discordia.
Puede gozarlo; pero es difícil que se interiorice en el drama como debiera para que pueda beneficiarse del goce. Casi siempre la participación no pasa de la superficie. Los cronistas judiciales, que debieran ser los espectadores más perspicaces, son desgraciadamente responsables de captar únicamente los aspectos exteriores del espectáculo. Sus narraciones que son a menudo ricas en particularidades y no raramente en indiscreciones y petulancias, casi nunca descubren las razones por las cuales se agita y se apasiona el público.
Una leyenda que debería escribirse en las salas de los tribunales para que la gente comprendiera un poco mejor los dramas que en ellas se representan, pudiera ser la antigua máxima: concordia minimae res crescunt, discordia maximae dilabuntur [por la concordia las cosas mínimas crecen, por la discordia hasta las mayores se desbaratan]. Lo que allí se ve son las tristes consecuencias de la lucha "entre aquellos a quienes un muro y una fosa cercan". Hombres contra hombres, ciudadanos contra ciudadanos, esposos contra esposas, hermanos contra hermanos. Hermanos contra hermanos, he dicho, no solo en el sentido espiritual, sino también en el sentido camal de la palabra. Los expertos en el proceso, jueces o defensores, sabemos que las experiencias más sangrientas son precisamente aquellas en que luchan entre sí los descendientes de un tronco común.
Todo esto he querido deciros a modo de introducción a nuestros coloquios, a fin de que os hagáis cargo de que el argumento de ellos no es tanto la ley como la vida en uno de sus más dolientes y peligrosos aspectos: las leyes no son más que instrumentos, pobres e inadecuados, casi siempre, para tratar de dominar a los hombres cuando, arrastrados por sus intereses y sus pasiones, en vez de abrazarse como hermanos tratan de despedazarse como lobos. El estudio de tales medios en sí puede parecer árido y abstracto; pero quisiera haceros ver siempre sobre el fondo del cuadro esa inquieta y doliente humanidad a la cual nuestros esfuerzos, a menudo demasiado en vano, tratan de poner remedio.
II
EL PROCESO PENAL
El proceso penal sugiere la idea de la pena; y esta, la idea del delito. Por eso el proceso penal corresponde al derecho penal, como el proceso civil corresponde al derecho civil. Más concretamente, el proceso penal se hace para castigar los delitos; incluso para castigar los crímenes. A propósito de lo cual recuérdese que no se castigan solamente los delitos, sino también esas perturbaciones menos graves del orden social, que se llaman contravenciones.
Precisamente porque los delitos perturban el orden y la sociedad necesita de orden, al delito debe seguir la pena para que la gente se abstenga de cometer otros delitos y la misma persona que lo ha cometido pueda recuperar su libertad, que es el dominio de sí, y con ella la capacidad de reprimir las tentaciones, que desgraciadamente nos acechan continuamente a lo largo de nuestro camino. Uno ha robado: he aquí el delito; debe ponérsele en prisión: he ahí la pena. En esta simple fórmula el delito y el castigo se consideran como dos hechos equivalentes, cuya equivalencia incluso restablece el orden social; pero esa equivalencia disfraza la estructura profundamente diversa del uno y del otro: una diversidad que se manifiesta, entre otras cosas, en el plano temporal.
Hay ciertos delitos largamente preparados; ciertos hurtos, por ejemplo, que exigen mucha paciencia; en materia de homicidio se habla a este respecto de premeditación; pero frecuentemente, en cambio, el delito ocurre tan rápidamente que se puede decir de él que es instantáneo: por ejemplo, un homicidio en riña o un hurto con destreza. La premeditación, en cambio, si es un carácter accidental del delito, es un carácter esencial del castigo.
Cuando oímos decir que la justicia debe ser rápida, he ahí una fórmula que se debe tomar con beneficio de inventario; el cliché de los llamados hombres de Estado que prometen a toda discusión del balance de la justicia que esta tendrá un desenvolvimiento rápido y seguro, plantea un problema análogo al de la cuadratura del círculo. Por desgracia, la justicia, si es segura no es rápida, y si es rápida no es segura. Preciso es tener el valor de decir, en cambio, también del proceso: quien va despacio, va bien y va lejos. Esta verdad trasciende, incluso, de la palabra misma "proceso", la cual alude a un desenvolvimiento gradual en el tiempo: proceder quiere decir, aproximadamente, dar un paso después del otro.
El homicidio en riña, dijimos, es un ejemplar de delito instantáneo; pero como siempre ocurre, apenas escapa el muerto, como dice la gente, se escabullen los que reñían; la policía, en nueve de cada diez veces, aunque acuda con urgencia, llega cuando todos han desaparecido; entonces comienzan las investigaciones, pero aquello (y la triste crónica de estos días ofrece algún ejemplo clamoroso de ello) es como buscar un alfiler en la arena de la playa. ¿Cuánto tiempo se necesitará para descubrir a los que tomaron parte en la riña? Supongamos que se los capture; pero ¿serán ellos? En cuanto a los arrestados, nueve de cada diez dirán que no. Testimonios, interrogatorios, reconocimientos, careos: cosas todas ellas fáciles de decir, pero difíciles de hacer. Y aunque uno confiese: sí, yo he sido quien ha disparado, dirá en nueve de cada diez veces, pero si no lo hubiese matado yo a él, él me hubiera matado a mí; y se debe probar si es esto verdad, pues de serlo, el homicida no debería ser castigado. Un ejemplo como este basta para demostrar cuáles son las primeras dificultades por las cuales el castigo, desgraciadamente, no puede ser rápido, como lo es el delito.
Y esas exigencias, lógicamente, se explican reflexionando que castigar quiere decir, ante todo, juzgar. El delito, después de todo, puede hacerse de prisa precisamente porque a menudo es sin juicio; si quien lo comete tuviese juicio, no lo cometería; pero un castigo sin juicio sería, en vez de castigo, un nuevo delito. Pues bien, el juicio es la mayor dificultad que el hombre encuentra en su camino. Nuestra tragedia está en que no podemos actuar sin juzgar, pero no sabemos juzgar. Cuando el Señor nos dijo: no juzguéis , quiso precisamente decir: despacio, en el juzgar, porque es muy fácil equivocarse. Pero, ¿cómo se puede castigar a uno sin juzgarlo? El proceso penal, por consiguiente, es en su esencia un juicio; pero si se lo llama proceso es cabalmente para dar a entender que el juicio procede, o debe proceder, o no puede menos de proceder, con pies de plomo.
sigue procediendo, continúa su triste camino. La condena, al cabo, se asemeja a la diagnosis del médico: un hombre está enfermo y se le debe curar, dice este; un hombre es culpable y debe ser castigado, ha dicho el juez; pero ¿ha terminado el cometido del médico cuando ha diagnosticado la enfermedad y prescrito la cura? Tampoco el oficio del juez queda cumplido cuando ha pronunciado la condena.
De acuerdo con los técnicos después del proceso de cognición, que sirve para conocer si un hombre es culpable o inocente, cuando se resuelve con la condena, viene el proceso de ejecución, sin embargo, durante mucho tiempo se ha creído que la ejecución era algo muy diverso de la cognición y no tenía nada de común con el proceso. Claro, últimamente, se han modificado estas ideas. Hoy, por ejemplo, se piensa que son, en cambio, dos fases de un mismo proceso, como son dos fases de la medicina el diagnóstico y la cura. Con esta diferencia por desgracia en daño de la cura del alma en comparación con la cura del cuerpo, se dice, que igualmente, cuando la experiencia de la cura advierte al médico que el diagnóstico estaba equivocado, puede él corregirlo, sería absurdo que no se lo pudiera hacer también así respecto del alma; pero en cambio la cura del culpable prescrita por el juez con la sentencia de condena, salvo casos excepcionales, es por desgracia irrevocable, y son pocos, incluso poquísimos, los que se rebelan contra este absurdo.
De todos modos, decíamos, al transferirse del tribunal a la penitenciaría, el proceso continúa su triste camino. También aquí la gente tiene impresiones equivocadas, que debo tratar de rectificar. Se tiene la impresión de que, cuando la pena infligida con la condena ha sido expiada, o como se dice, cuando se ha cumplido la condena el camino ha llegado por fin a la meta. Pero ¿cuál es la meta de la cura de un enfermo, sino su curación? Si la cura no resulta, ¿no se intenta otra? En cambio, la cura del delito, que es el proceso penal, termina de todos modos en el momento fijado, sin que nadie se preocupe por saber si se ha curado el enfermo ni cuál habrá de ser su suerte cuando se le haya dado de alta en el hospital.
Por desgracia, las curaciones son pocas. Las hay, naturalmente; sería injusto negar un cierto progreso también en este sentido. Por eso cuando el enfermo se decide a recuperar la salud, la cárcel, como el hospital, no es ya un lugar de dolor; entonces el camino se alegra, como cuando al frío del invierno sucede el calor de la primavera; pero la verdad es que esos enfermos, cuando curan, nadie sabe si han curado siquiera; y si alguien lo sabe, los demás no lo creen. La gente los considera enfermos todavía, temen su contagio, los rehuyen y rechazan; y así aquel retorno a la vida que ellos soñaron para cuando se les abrieran las puertas de la cárcel, se resuelve en una desilusión atroz, pues si ellos se han hecho con la expiación idóneos para ser reincorporados a la sociedad, esta se niega a admitirlos. De esta manera, aun cuando parezca que ha conseguido su fin, el proceso penal ha fracasado en su objeto.
III
EL PROCESO CIVIL
El proceso civil se distingue, a simple vista, del proceso penal, por un carácter negativo: no hay un delito. Siendo el delito negación de la civilidad, podríamos llamar al proceso penal a fin de entendernos, un proceso incivil; y al proceso civil, en cambio, lo llamaríamos civil porque se realiza inter cives , es decir, entre hombres dotados de civilidad.
Esta es la apariencia; pero si bien se mira hay algo más hondo, que puede modificar la primera impresión. Es asunto, ante todo, de entendemos sobre el concepto de civilidad. Civilitas es el modo de ser del civis o también de la civitas , es decir, del ciudadano y de la ciudad. También desde este punto de vista surge un rayo de luz de la palabra: civis , probablemente, deriva, de cum ire , ir o andar conjuntamente. La civilidad no es, pues, otra cosa que un andar de acuerdo; pero si los hombres tienen necesidad del proceso, quiere ello decir que falta el acuerdo entre ellos, Y vuelve a aflorar aquí el concepto aquel del acuerdo que ya dijimos es fundamental para el derecho.
El bacilo de la discordia es el conflicto de intereses. Quien tiene hambre, tiene interés en disponer del pan con que saciarse; si son dos los que tienen hambre y el pan no basta más que para uno, surge el conflicto entre ellos. Conflicto, que, si los tales son inciviles, se convierte en una lucha: en virtud de esta, el más fuerte se sacia y el otro continúa con hambre. En cambio, si fuesen enteramente civiles o civilizados, se dividirían el pan, no según sus fuerzas, sino según sus necesidades. Pero puede darse también un estado de ánimo del que no surja la lucha, pero del que puede surgir de un momento a otro: uno de los dos quiere todo el pan para sí y el otro se opone a ello. Una tal situación no es aún la guerra entre ambos, pero la contiene en potencia por lo cual se comprende que alguien o algo deba intervenir para evitarla. Ese algo es el proceso, que se llama civil porque todavía no ha surgido el delito que reclama la pena; y la situación frente a la cual interviene, toma el nombre de litis o litigio.
La litis es, pues, un desacuerdo. Elemento esencial del desacuerdo es un conflicto de intereses: si se satisface el interés del uno, queda sin satisfacer el interés del otro, y viceversa. Sobre este elemento sustancial se implanta un elemento formal, que consiste en un comportamiento correlativo de los dos interesados: uno de ellos exige que tolere al otro y la satisfacción de su interés, y a esa exigencia se la llama pretensión; pero el otro, en vez de tolerarlo, se opone.
No hay necesidad de agregar que la litis es una situación peligrosa para el orden social. La litis no es todavía un delito, pero lo contiene en germen. Entre litis y delito, hay la misma diferencia que existe entre peligro y daño. Por eso litigiosidad y delincuencia son dos índices correlativos de incivilidad: cuando más civil o civilizado es un pueblo, menos delitos se cometen y menos litigios surgen en su seno.
Naturalmente, cuando se trata de proceso contencioso, esta dependencia de la iniciativa de los litigantes, que constituye su fuerza motriz, viene a ser una razón de que también el proceso civil, como el proceso penal, esté llamado a recorrer un lento y largo camino: no solo la justicia penal, sino también la justicia civil, anda como una tortuga.
A primera vista puede parecer que la verdad, cuando se trata de contratos o en general de negocios lícitos y no de delitos, no se ocultará al juez como cuando tiene, en cambio, que descubrir un delito. pero desgraciadamente los litigantes, cada uno de los cuales cree tener razón, o en todo caso quiere vencer aunque no la tenga, procuran, como se suele decir, embrollar los papeles. Por otra parte, difícilmente pueden encontrar un límite en la proposición de sus demandas, en la exposición de sus razones, en la exhibición de sus pruebas y en la presentación de sus reclamaciones. Así, los oímos frecuentemente quejarse de que la justicia no sea rápida, aunque si se tomaran el trabajo de hacer un examen de conciencia, tendrían que convencerse de que la culpa de su lentitud grava en gran parte sobre sus espaldas. Ellos la cargan a la cuenta de muchas otras causas, entre las cuales ocupa el primer puesto la imperfección de la máquina procesal; y no decimos que no haya algo de verdad en sus quejas, pero se debe confesar también que aun cuando se eliminasen esas causas, sería la naturaleza de la litis la que retardara el paso de la justicia civil.
La verdad es que si uno de los litigantes, normalmente el que pide al juez que cambie el estado de las cosas (el acreedor que quiere ser pagado, el propietario que quiere recuperar su fundo, el comprador que pretende la entrega de la mercadería que se le debe), tiene interés en que se proceda rápidamente, el otro, el que si pierde tendrá que pagar, restituir o entregar, tiene interés en lo contrario. Ninguno de ellos se resigna a dejar al otro la última palabra. Si una providencia del juez no responde a sus deseos cada cual busca todos los medios para hacer que se la revoque o modifique; y si no lo consigue, difícilmente se resigna a ejecutar las órdenes del juez, y entonces también el proceso civil debe proseguir pasando, como se dice y como veremos, de la fase de cognición a la fase de ejecución. Así el proceso se arrastra en medio de una maraña de dificultades que retardan su marcha, agravan el costo y a menudo comprometen su resultado. Siempre están dispuestos a cargar la culpa a los demás y con facilidad olvidan sus propias responsabilidades.
IV
EL JUEZ
Tanto el proceso penal como el proceso civil nos ofrece una distinción entre quien juzga y quien es juzgado. Basta penetrar en la sala de un tribunal para advertir que tal distinción se da entre uno que está arriba y otro que está abajo, entre un súbdito y un soberano. Debemos ahora meditar acerca de esta posición diversa.
En fin de cuentas, la necesidad del proceso se debe a la incapacidad de alguien para juzgar, por sí, acerca de lo que debe hacerse o no hacerse. Si quien ha robado o matado hubiese sabido juzgar por sí, no hubiera robado ni matado; y si los litigantes supiesen juzgar por sí mismos, no litigarían, pues reconocerían por sí mismos la razón y la sinrazón. El proceso sirve, pues, en una palabra, para hacer que entren en juicio aquellos que no lo tienen. Y puesto que el juicio es propio del hombre, para sustituir el juicio de uno al juicio de otro u otros, haciendo del juicio de uno la regla de conducta de otros. El que hace entrar en juicio, es decir, el que suministra a los otros que lo necesitan, su juicio, es el juez.
Juez es, en primer lugar, uno que tiene juicio ; si no lo tuviese, ¿cómo podría darlo a los demás? Se dice que tienen juicio los que saben juzgar. He aquí por qué, para comprender cómo se hace un proceso, se debe comprender, cómo se hace para juzgar. Y he aquí por qué la ciencia del derecho, y en particular la ciencia del proceso, nos sitúa ante el más difícil de los problemas; no es exagerado decir que es el menos soluble de los problemas. Quienes dudaron y dudan todavía de que exista una ciencia verdadera y propia del derecho, del mismo rango que las ciencias naturales, tiene la intuición más o menos clara de esta verdad: la ciencia del derecho tendría que ser la ciencia del juicio, ¿y quién ha poseído o quién poseerá una ciencia del juicio?
En la raíz de esa intuición está, aun para los no creyentes, la palabra de Cristo: no juzguéis. Si supiesen qué quiere decir juzgar, se darían cuenta de que es lo mismo que ver en el futuro; pero el hombre es prisionero del tiempo y el juicio es una evasión imposible. Todo esto lo digo para hacer comprender una sola cosa, para tener una idea del proceso: el juez, para serlo, debiera ser más que hombre: un hombre que se aproximara a Dios, De esta verdad conserva un recuerdo la historia al mostramos una primitiva coincidencia entre el juez y el sacerdote, que pide a Dios y obtiene de Dios una capacidad superior a la de los demás hombres. Aun hoy todavía si el juez, pese al desprecio hacia las formas y los símbolos, que es uno de los caracteres peyorativos de la vida moderna, lleva el hábito solemne que llamamos toga, ello responde a la necesidad de hacer visible la majestad; y esta es un atributo divino.
Pero ¿dónde encontrar un hombre que sea más que hombre? El problema del proceso, en este aspecto, parece un rompecabezas. Probablemente las soluciones, en el plano lógico, son dos, dependientes de los dos conceptos de la cualidad y de la cantidad. Desde el punto de vista cualitativo, aflora nuevamente la coincidencia original entre el juez y el sacerdote. En el aspecto cuantitativo, se trata de acrecentar la idoneidad del hombre, poniendo varios hombres a la vez; este es el principio del colegio judicial o del juez colegiado; en sus orígenes, juez, particularmente en los procesos penales, era todo el pueblo. Toda la obra de la humanidad en orden a la elección del juez, se realiza a la luz de estas ideas.
Todos están de acuerdo en reconocer que debiera ser juez el mejor; pero ¿cómo se encuentra al mejor? Cuando el derecho se ha separado de la religión y el proceso ha venido perdiendo su carácter sagrado, el problema de la elección del juez, en su aspecto cualitativo, ha pasado a ser el problema del órgano de la elección: el mejor debiera buscarlo el que tuviera la capacidad para elegir. Hoy la regla consiste en que el juez es elegido por el Estado, es decir, por ciertos órganos del Estado, según ciertos dispositivos que se conceptúan idóneos para hacer la elección. Estos dispositivos son de dos tipos, según que la elección se haga desde arriba o desde abajo, por decreto o por elección.
En Italia no existen actualmente jueces electivos; pero los hay, por ejemplo, en la vecina Suiza. Una forma de investidura electiva se puede contemplar en el arbitraje , en cuanto se consiente dentro de ciertos límites que provea al proceso civil un juez elegido por acuerdo entre las partes.
peritos, pero esta fórmula no expresa tan exactamente como la otra, la idea del consejo y del consejero, con la cual se transfiere simplemente al proceso una práctica muy útil y difundida en la vida: quien tiene que resolver en asuntos de gran importancia, pide consejo a uno o más hombres cuya experiencia y prudencia estima, sin que con ello delegue en ellos su juicio, simplemente se sirve de ellos como se serviría de un apoyo en un paso peligroso del camino.
Esta del consultor, o perito, como se quiera decir, no es la única asistencia necesaria al juez en su difícil actuación, e incluso es una asistencia de la cual no siempre tiene necesidad, mientras que es constante la exigencia de que sea ayudado por otros respecto a las formas de actividad inferior que responden a las llamadas funciones de orden, según la terminología burocrática. Así, vemos en primera línea, al lado de él, dos figuras bien conocidas, que son la del secretario y la del oficial judicial, adscrito el primero particularmente a la documentación de los actos del proceso, esto es, a formar los documentos que constituyen la prueba de él, y el segundo a la notificación, o sea, a suministrar las noticias que son necesarias para procurar al juez la presencia y colaboración de personas respecto de las cuales, o en concurso de las cuales, tiene él que actuar.
El juez, singular o colegiado, juntamente con el secretario y el oficial judicial, son las figuras principales que constituyen un grupo de empleados del Estado que, por la estabilidad de sus cometidos, se llama oficio, y por el carácter específico de los mismos, se denomina oficio judicial. Salvo los casos de ordenamientos relativos a unidades políticas de menores dimensiones (como sería, por ejemplo, la República de San Marino, o algún cantón de la Confederación helvética), un solo oficio judicial sería insuficiente para todo el territorio del Estado; y por otra parte un juez, singular o colegiado, un secretario o un oficial judicial, no bastarían para constituir un oficio que tiene que proveer, no a un solo proceso, sino a todos los procesos necesarios para administrar justicia de acuerdo con las exigencias de un determinado sector de población. De ahí que veamos que en Italia hay diversos tribunales constituidos en las diversas capitales de departamentos, y que, por otra parte, de cada tribunal forman parte jueces, secretarios y oficiales judiciales, en un número superior a los que bastarían para la gestión de un proceso singular.
Por otra parte, en el conjunto de los oficios se dejan sentir las exigencias que plantea la especialización en orden a las diversas materias de los asuntos y de los litigios que se presentan al juicio, y también de las diversas funciones que al respecto se ven obligados los jueces a ejercer, al punto de que entre los varios oficios deben distribuirse los cometidos según un plano que da lugar al instituto de la competencia judicial. Si al conjunto de los asuntos y de los litigios se atribuye un cierto volumen, es fácil ver que la distribución se hace en sentido horizontal y en sentido vertical, esto es, principalmente en razón del territorio o en razón de la función; así se distinguen, por ejemplo, el tribunal de Roma del tribunal de Nápoles o de Milán; por otra, en la circunscripción de Roma el tribunal se distingue de la Corte de Apelación o de la Corte de Casación; e igualmente el tribunal de menores o el tribunal militar se distinguen del tribunal ordinario.
V
LAS PARTES
El juez es soberano; está sobre, en alto, en la cátedra. Abajo, frente a él, está el que debe ser juzgado.
¿ El o los? Se perfila a este propósito una diferencia que parece distinguir el proceso penal del proceso civil; en este último, aquellos sobre quienes se debe juzgar son siempre dos: no puede el juez dar razón a uno de ellos sin negársela al otro, y viceversa; en cambio, en el proceso penal el juicio atañe solamente al imputado. Cuando además del imputado hay también la llamada parte civil, no se trata ya de proceso penal puro, sino de un proceso mixto, en el cual se mezcla el penal con el civil. Pero, si se pone mayor atención, se advierte que esa diferencia no tanto distingue al proceso penal del proceso civil, como al proceso voluntario del proceso contencioso, y precisamente por ello el proceso penal pertenece a la primera de estas dos categorías: por ejemplo, aun cuando el progenitor pida autorización para vender un bien del hijo menor o el esposo para vender un bien dotal, no se trata de dar razón o negarla a uno con respecto al otro. Podríamos decir, para entendernos, que el proceso contencioso es esencialmente bilateral, mientras que el proceso voluntario es, o puede ser al menos, unilateral; por eso el proceso contencioso es respecto del proceso voluntario un proceso de partes.
La estructura del proceso contencioso permite entender por qué los que deben ser juzgados se llaman partes, que es un nombre extraño y un poco misterioso. ¿Qué tiene que ver con el proceso, y en general con el derecho, la noción de parte? La parte es el resultado de una división: el prius de la parte es un todo que se divide. La noción de parte está, por tanto, vinculada a la de discordia, que a su vez es el presupuesto psicológico del proceso; no habría ni litigios ni delitos si los hombres no se dividiesen.
Con estas reflexiones el nombre de parte aparece expresivo y feliz. Los litigantes son partes porque están divididos; si viviesen en paz formarían una unidad; pero también el delito, cuyo concepto está estrechamente vinculado al de litigio, resulta de una división. Se comprende, pues, que también el imputado, frente al juez, sea una parte; y de ahí que la diferencia entre proceso penal y proceso civil, o más genéricamente, entre proceso voluntario y proceso contencioso, sea únicamente en el sentido de que en este último las partes comparecen en escena, mientras que en el proceso penal, o en general en el proceso voluntario, una de ellas queda entre bastidores.
Sobre el fondo del proceso las partes son, pues, siempre dos. Cuando se trata de delito se distinguen por una razón sustancial: uno es el que actúa, y otro es el que sufre la acción; uno es el ofensor y otro el ofendido. En cambio, cuando se trata de litigio, la distinción se funda en la iniciativa: una de las dos partes pretende y la otra resiste a la pretensión. El criterio de la distinción es común: agresor y agredido. En el proceso penal, dijimos, el agredido no comparece como parte, esto es, como justificable; pero, puesto que quien ha cometido un delito debe no solo sufrir la pena sino restituir también a quien lo ha sufrido, las cosas que le ha quitado, y en todo caso resarcirle por los daños, se consiente que el juez penal juzgue también acerca de ello, es decir, que cuando declara la certeza del delito y aplica la pena, condene también al culpable a la restitución y al resarcimiento por el daño. Entonces, como dijimos, el proceso penal se complica con un proceso civil, y también la otra parte, es decir el ofendido, entra en escena con el nombre de parte civit
La parte en el proceso penal toma el nombre de imputado. Imputado es aquel que es sometido al proceso penal a fin de que el juez compruebe si ha cometido o no un delito, y en caso afirmativo lo castigue. El proceso penal nace, por tanto, con la imputación, acto propio del juez por el cual afirma que es probable que tal haya cometido un delito.
Pero, así como el hombre antes de nacer tiene una vida intrauterina, así también ocurre en el proceso penal; antes de formular la imputación se realizan ciertos actos preparatorios de ella: por ejemplo, si se encuentra un cadáver y hay razón para sospechar que la muerte proviene de delito, se hacen las indagaciones preliminares que tienden a establecer ante todo las causas de la muerte, y en segundo lugar, si resulta que se trata de homicidio, quién pudo haberlo cometido;